Somos la sociedad del chisme. Una sección periodística denominada El Peladero se vuelve nuestra fuente más confiable de información. Y es chilero porque allí aparecen nombres y hasta apodos para que llevemos la noticia a estado de chisme.
Apaciguar nuestra mala conciencia requiere de pequeños gestos superficiales para que, ¡puf!, sin más ni más sintamos que hemos sido grano de arena en la playa del cambio. La verdad de eso es que ni hay cambio y tal vez muchos ni aspiren a que lo haya, porque, en la comodidad de nuestra clasemedieridad urbana (apropiándome del concepto mejor descrito en el blog de Félix Alvarado), pues es más fácil vivir en la costumbre de lo conocido y seguir desconociendo lo que pueda valernos esfuerzos y cambios de estructura.
El caso de Giordano dibuja chulamente el fenómeno del ciudadano comprometido y ofendido por el cinismo de nuestro sistema de gobierno. Y a mí me parece que se vuelve el espejo de un McDía Feliz.
Sin negar la farsa a la que bien representa este personaje, hay que admitir que ponerle cara a este caso permite a muchos creer que vamos en el buen camino de la depuración del Congreso, que estamos combatiendo la corrupción y que nuestro compromiso ciudadano se siente fortalecido al denunciar ferozmente a través de la redes sociales. Y es ahí donde me parece que es muy ingenuo creer que con comprar un Big Mac el día que lo dicte la empresa vamos a contribuir a bajar la tasa indignante de desnutrición.
Recuerdo, con media sonrisa, con un poco de emoción, con otro tanto de confusión y a veces con enojo, las manifestaciones de hace un año. Recuerdo ver rostros llenos de ira pidiendo la renuncia de los entonces mandatarios de Guatemala. Recuerdo cómo muchos gritaban con euforia sus nombres. Recuerdo cómo quemaban piñatas con caras dibujadas. Y, sí, allí se hacían realidad esos sueños bélicos de algunos. Y, sí, recuerdo cómo las elecciones sin reformas nos llevaron a estar hoy pidiendo que se vaya al carajo Giordano.
Somos un país de contradicciones. Un país de conformistas, de ciegos, de oportunistas. ¿Por qué la euforia de manifestarnos por la protección de la naturaleza no se transpira igual que con la mención de un nombre en los #PanamaPapers? ¿Por qué los medios les dan más importancia a las travesuras de un dipukid que a la movilización por el agua? Es lo mismo que comprar una hamburguesa y evitar hablar de las cifras de desnutrición. Es lo mismo que querer más likes (como bien me lo hizo notar una amiga) en las notas que ofrecer noticia de fondo.
«Todos somos Laura Franco», nos dice Gustavo Berganza en su columna en Contrapoder porque efectivamente lo somos. Somos racistas. Así nos malcriaron. Pero igual nos subimos a la ola del rechazo a la diputada Franco. Eso es lo correcto. A la luz de lo público, mejor avalar el chisme que volvernos sujetos de nuestra burda realidad.
Sí, está bien. No permitamos que se reproduzcan los Giordanos y denunciemos siempre a las Francos. Pero también procuremos, desde nuestro refugio urbano, escuchar las voces del resto del país. Hagamos ejercicio de empatía y subámonos a la ola de las reivindicaciones por la vida. Tal vez no sea ejercicio fácil, pero es ahí donde radica la posibilidad de encontrar en la sonrisa del otro la alegría común.
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