El encuentro entre Hamburgo y el cólera en el siglo XIX es aleccionador. El emplazamiento de dicha ciudad en el bajo Elba le dio acceso privilegiado al mar del Norte. En el Medioevo, eso implicó ser la tercera ciudad más grande de la Liga Hanseática —una unión comercial de ciudades-Estado que persistió del siglo XIII al XVII—. En el siglo XIX, Hamburgo se unió a la Confederación Germánica, fundada en 1815. Aun así mantuvo su estatus como ciudad-Estado autónoma, incluso cuando Prusia se hizo del control de la confederación a mediados del siglo.
La base de su riqueza portuaria fue —y sigue siendo— mercantil. El poder era de los comerciantes; y la prioridad del Gobierno, asegurar la libertad comercial. Desde sus élites se decantó el mercantilismo libertario como ideología dominante.
En 1842, un incendio arrasó la ciudad medieval. Presentó la oportunidad para que William Lindley innovara en el manejo del agua y de los desagües de la ciudad copiando el modelo de su natal Londres. La riqueza de la ciudad renovada se tradujo en cloacas que hasta podía navegar el káiser sin pincharse la nariz.
Pero nada dura para siempre, y en su éxito la ciudad sembró la futura catástrofe. Desde la lejana Bengala, territorio que hoy se reparte entre Bangladés y la India, avanzaba el Vibrio cholerae con los comerciantes que transitaban rutas marítimas de té y especias. En cinco pandemias se regó la enfermedad en el siglo XIX por todo el mundo. Los marineros enfermos desembarcaban en las ciudades portuarias y dejaban a su paso muerte, no solo hijos. El mal irradiaba desde los embarcaderos, típicamente áreas de pobreza y mugre. Los médicos se debatían por explicarlo. Unos pensaban que era asunto de miasmas, la antigua teoría que atribuía la enfermedad a aires tóxicos y al olor de la podredumbre. Otros aplicaban la entonces novedosa teoría de los gérmenes, que cobró visibilidad con Pasteur y eventualmente demostró ser correcta.
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Inevitablemente, el cólera llegó también a Hamburgo. La ideología libertaria valoraba el desarrollo de la infraestructura de agua y drenajes: los canales eran primero vías de transporte y por eso debían ser salubres. Apreciaba además la teoría miasmática porque esta justificaba el ideal libertario: si la enfermedad se regaba por el aire, poco servía imponer cuarentenas y restricciones comerciales. El poder en Hamburgo se aseguraba que solo médicos miasmatistas ocuparan los cargos de gobierno. Si alguien quería clorar el agua —la propuesta de los innovadores—, que lo pagara por sí mismo y lo hiciera en su casa.
El resultado fue una catástrofe. En 1892 ya toda Europa había acabado con el cólera. Pero el sistema de agua y drenajes en Hamburgo, innovador en la década de 1840, se convirtió en repartidor de muerte con el agua sin clorar. El desenlace llegó cuando el régimen prusiano aprovechó la ocasión: anuló la autonomía de Hamburgo y forzó a la ciudad a adoptar los cánones de antisepsia moderna que habían probado su eficacia en el resto del imperio alemán.
Una historia así se repite siempre que una enfermedad somete a prueba nuestros afanes. Hoy no es excepción. En estas tierras nos acostumbramos a creer que ideología es lo que predican comunistas y políticos. Pero ideología tenemos todos: con ella estructuramos nuestra comprensión del mundo e interpretamos y abordamos los retos nuevos. Los comerciantes hamburgueses usaron su ideología liberal, mercantilista y miasmatista para interpretar el cólera cuando atacó su ciudad. En el encuentro, la enfermedad acabó con sus cuerpos. Pero también destruyó su ideología por inútil.
Nuestras élites igualmente poseen una ideología que permea a la sociedad y comparte con la de los hamburgueses el mercantilismo como explicación económica. A diferencia de ella, incorpora también la exclusión a través de un racismo virulento. Y como ideología hegemónica se despliega por toda la sociedad para interpretar cada situación. Pasó con el cólera hace tres décadas y ocurre hoy con el covid-19. En la década de 1990 salió indemne. El cólera podía leerse fácilmente como enfermedad de otros: gente sucia y pobre. Y la globalización apenas tomaba vuelo. Hoy es más difícil: el covid-19 llega en avión, cabalga a espaldas de un europeo blanco y del neoliberalismo globalizante y diferenciador, que ha servido muy bien a las élites, pero que hoy las expone a morir. Probablemente sea hora de encontrar nuestra Prusia, de acabar de una vez con ese engendro vetusto.
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