La crisis bajo el puente del Naranjo: la factura de luz se eleva Q200 en una casita de lámina
La crisis bajo el puente del Naranjo: la factura de luz se eleva Q200 en una casita de lámina
Son las 15:00 horas de la calurosa tarde del 6 de mayo, bajo el puente del Naranjo, zona 7 capitalina. En su casa de dos cuartos y 16 láminas, Ofelia Uyu Patzán ayuda a su hija de 4 años a hacer las tareas -las escuelas están cerradas- mientras chinea a la menor, de 4 meses, a la que carga en sus espaldas.
Al lado de la diminuta mesita en la entrada de la casa, las otras dos niñas, de 12 y 7 años, cumplen diligentemente con sus deberes escolares, autónomas. Acaban de regresar del puente, bajando por los 40 metros de desnivel que separa el asentamiento en el que viven desde la superficie por la que cada día transitan miles de vehículos. Hace una semana, el camión de comida de una empresa de catering estaciona a la orilla de la estrecha banqueta del viaducto y entrega cientos de almuerzos a la gente necesitada que se aglomera para pedir ayuda alimentaria, ondeando banderas, trapos, playeras, bolsas de plástico… todas rigurosamente blancas, en símbolo de rendición, a la moda de estos tiempos.
Aunque acabe de recibir el almuerzo como los demás necesitados de su asentamiento, Ofelia Uyu, cara de niña en el cuerpo robusto de una madre indígena de 31 años, no tiene pinta de persona desesperada, al borde de un ataque de nervios por la crisis económica que se está viviendo en el país, debido a las restricciones del COVID19. Más bien, al estilo de la gran mayoría de la gente humilde, sigue adelante en su lucha cotidiana para abastecer a las necesidades de su familia.
El esposo anda en el mercado de la Terminal para empezar un nuevo trabajo como vendedor de shucos: tal como en muchas otras ocasiones en su vida de trabajador precario, intenta levantar un pequeño negocio, alternando momentos activos de productividad con bajadas, como siempre.
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En la familia gastan en promedio 300 quetzales a la semana. Ofelia lo declara sin pena, como cualquiera que logra ajustar las cuentas a lo que consigue. Ni siquiera se indigna por tener que pagar una factura de luz que asciende a los 200 quetzales ahora que, a menudo, tiene que dejar encendida la bombilla del cuarto toda la noche, ya que la beba se despierta y se asusta por la oscuridad. Lo que sí le preocupa es la falta de agua potable, ya que la ausencia de un sistema de tuberías en la comunidad obliga a los pobladores del asentamiento a acarrear a diario agua del pozo, al fondo del barranco, a la par de un riachuelo de espuma blanca que arrastra los desagües de toda la ciudad satélite de Mixco en un inquietante, apocalíptico y, por supuesto, re-contaminado manantial correspondiente al río de las Vacas, una de las principales fuentes de envenenamiento del río Motagua y, por ende, del ecosistema marino del Golfo de Honduras.
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En esta pequeña comunidad de barranco bajo el puente, conviven una infraestructura precaria y un moderno sistema de electrificación: contadores de luz instalados hace dos años lucen como nuevos regados por los postes de cada champa. La gente agradecida, a pesar de pagar facturas cuyo monto, en proporción a la exigua cantidad de bombillas que cuelgan de los techos de lámina y de electrodomésticos presentes en cada hogar, parezca desmedido.
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La de Ofelia Uyu es una de las 83 familias que pueblan el asentamiento Anexo Khell Dios es Fiel, un aglomerado de casas de lámina construido hace ocho años debajo del puente del Naranjo, que une el periférico capitalino a una de las zonas más emblemática de la más reciente planificación edilicia de la ciudad, el Condado Naranjo, centros comerciales y habitacionales comprimidos en un área de ensueño para la seguridad de una clase media que asoma la cabeza. En sí, el viaducto representa uno de los problemas crónicos de la urbe, ya que, normalmente, en las horas pico, el tráfico de vehículos es insoportable y las filas de carros y camiones que se aglomeran alcanza millas de largo. Entre el ruido de bocinas y el zigzag de motocicletas kamikazes, difícilmente un pasajero común podría darse cuenta de que, por debajo del puente, corre la vida de unas 500 personas. Menos aún de las paradójicas condiciones en las que viven.
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Buena parte de los hogares que conforman el asentamiento vive en las mismas condiciones económicas de Ofelia: familias provenientes de la mayoría de los departamentos del altiplano y regiones del corredor seco, que tratan de sobrevivir con trabajos precarios.
Mientras las niñas de Ofelia realizan sus tareas, encima del viaducto el tiempo no se ha detenido y decenas de familias siguen ondeando banderas blancas y recibiendo ayuda alimentaria en un ejercicio de solidaridad ciudadana ejemplar en tiempos de crisis. Se trata de familias enteras, sobre todo, la parte menos productivas de estas: madres solteras, viudas, niños, ancianos, todos aglomerados en los 200 metros de recorrido del puente de la esperanza. Nadie quisiera limosnear por una carretera ruidosa, obligando a sus hijos a respirar los humos de los escapes de carros y camiones que corren a toda velocidad a la distancia de pocos centímetros. Al mismo tiempo, como siempre, esa parte de población marginalizada, excluida y sin derechos, hace de necesidad virtud y termina regresando a sus casas con una cantidad ingente de productos alimentarios, generando celos e incomprensiones por parte de los que no entienden que, en época de COVID19, hasta ondear una bandera blanca por 10 horas seguidas bajo un sol inclemente es un trabajo puro y duro.
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