Si hablamos, por ejemplo, de consolidación institucional en sistemas políticos en los cuales la debilidad fiscal no ha sido un componente estructural y en los cuales no hay ejercicios de tutela, por lo general se debate el problema de la injerencia del poder ejecutivo sobre los otros. La injerencia es el reclamo de quienes defienden lo sacrosanto del balance republicano tradicional. Estados Unidos y México han sido dos casos interesantes de lo anterior por la conformación de sus presidencialismos federales. El Ejecutivo federal, por razones de impulsar una agenda increíblemente personal e íntima del ciudadano presidente, hará todo lo posible por legislar bordeando la soberanía de los Gobiernos locales.
Ejemplifiquemos lo anterior.
El presidente Obama se ha visto en el dilema de anular todos los esfuerzos estatal-locales que han permitido el consumo recreacional de marihuana. Ese vacío de poder tendrá eventualmente que ser llenado, pues por ahora dichos esfuerzos son contrarios a la normativa federal, aunque emanan de ejercicios populares. La legislación conocida como Obamacare, de corte federal, ha reconfigurado arreglos que los Gobiernos estatales tenían. Y vemos también cómo el presidente Obama no ha perdido tiempo en hacer su nominación para llenar la plaza vacante en la Corte Suprema. Todas estas acciones son legales y legítimas. En el caso mexicano, durante los años del PRI duro, el hecho de haberle catalogado como el dinosaurio, de hablar de la presidencial imperial o de acuñar recientemente el mote de neoporfiriato plantea la existencia de un Ejecutivo feo y abusivo.
Depende del rasgo ideológico con qué se lean, de si estas acciones se entienden como injerencia de un poder ejecutivo federal que fue diseñado, por sus propios fundadores, con prerrogativas especiales que hacen tambalear el balance republicano o como mecanismos autoritarios que transforman a los presidentes en pequeños monarcas.
Si hablamos de razones históricas, México comprendió desde muy temprano (en razón de las sucesivas invasiones francesas y estadounidenses) la necesidad de perfilar una tradición de política exterior basada en la idea de la igualdad jurídica de los Estados. A partir del siglo XX, por casi 50 años, mediante la famosa Doctrina Estrada, México se apuntaló como articulador del panamericanismo. Solicitaba el respeto de sus actos soberanos y no se pronunciaba (al menos de manera directa y expedita) sobre los asuntos soberanos de otros Estados. Ahora, eso sí, dicha ambivalencia de política exterior se complementaba con una demanda que imponía que ningún actor extranjero opinara sobre lo que sucediera en territorio soberano. Casi una década antes del aparecimiento de la Doctrina Estrada (1930), la legislatura mexicana produjo el afamado artículo 33 constitucional: «Los extranjeros no podrán de ninguna manera inmiscuirse en los asuntos políticos del país».
¡Ah! ¿Cuánto político en Guatemala hoy no salivaría al leer este artículo? Podría resultar erótico e incluso orgásmico. Pero (y es un gran pero) este tipo de mecanismos constitucionales solamente son privilegio y juguetito de estructuras políticas que tienen la suficiente fuerza parlamentaria, fuerza de masas de partido, arreglos corporativos bien aceitados, cierta legitimidad ciudadana y, sobre todo, autonomía fiscal para poder darse estos lujos. Durante los años del priismo duro, este tipo de mecanismos autoritarios eran menos cuestionados porque el régimen tenía una política exterior efectiva y congruente, además de capacidad de industrialización.
Pregunta interesante: ¿quiénes han sufrido el 33? Este artículo se diseñó con dedicatoria a representantes del cuerpo diplomático, a columnistas de opinión, a activistas, a profesores universitarios y a extranjeros residentes. En los últimos años (de 1996 a 1998 concretamente), a raíz de los acontecimientos sucedidos en Chiapas, se ha expulsado a 57 extranjeros con base en el artículo 33 de la Constitución. De ellos, uno por motivos evidentes de tráfico de drogas (Juan García Ábrego). Los demás, de nacionalidad estadounidense (5 personas), españoles (4), canadienses (2), belgas (2), alemanes (1) e italianos (43). En la actualidad, el régimen de Enrique Peña se niega a aceptar la visita del relator de Naciones Unidas en materia de derechos humanos. Lo considera una injerencia. ¿Lleva razón el argumento del presidente mexicano? Pues no. En tanto México es signatario de infinidad de convenios internacionales en dicha materia, se abre al escrutinio de la comunidad internacional. Los tiempos han cambiado.
Pero ahora hablemos en clave de pragmatismo político. También es cierto que, ante la incapacidad del gobierno peñista de resolver de forma efectiva y veraz los cientos de cientos de casos en materia de desapariciones forzadas, homicidios y delitos que involucran a los diferentes niveles de Gobierno, pues no tiene nada que protestar.
Y aquí la gran lección. Si se es ineficaz en la gestión pública, la tutela es inevitable, ya que en el mundo de hoy los errores de gestión tienen consecuencias regionales. Además, la tutela es inevitable cuando se han recibido miles de millones de dólares y no hay resultados.
Tensar las relaciones entre los cooperantes y el Estado es un bien que no puede sacrificarse en razón de la agenda política. A menos que se esté dispuesto a discutir una reforma fiscal integral, a empoderar los programas de Estado, a generar una agenda desarrollista que capitalice al sistema, a impulsar un combate frontal de las mafias y a creerse, de una vez por todas, la agenda de gestión pública efectiva y transparente. Si las élites parlamentarias no comprenden lo anterior, no pueden quejarse de la tutela. Y a las élites tradicionales les tocaría comprender que, así como exigen una clase política diferente, ya no se puede jugar más a ser rent-seekers: si quieres un Estado fuerte, hay que pagar por él y dejar de corromperlo.
Puesto en clave de pragmatismo y de supervivencia política: un Ejecutivo débil, sin fuerza parlamentaria en el hemiciclo, sin bases consolidadas (sin dinero para repartir) y sin un contexto popular de sociedad civil cual marco pretoriano, no puede entrar a jugar, me parece, en la cancha de las injerencias y las sensibilidades.
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