Más allá del incidente vergonzoso del desaire contra algunas autoridades mayas en el Palacio Nacional de la Cultura y de la peculiar marcha de la Fundación Turcios Lima, poco más puede decirse de una conmemoración exigua que refleja el significado que para los guatemaltecos en general tienen los acuerdos de paz.
La firma de la paz significaba para los jóvenes de mi generación (al menos para los interesados en la política) la posibilidad de transformar la sociedad participando dentro de una nueva institucionalidad pública que venía construyéndose a partir de la transición democrática. Ese era el significado de ser ciudadano comprometido. Quizá por ello en la universidad mirábamos por encima del hombro y con cierta conmiseración a los compas que aún hablaban de las luchas revolucionarias. Eran los vientos de la nueva razón, de una nueva hegemonía discursiva cuyo verdadero significado tardaríamos en comprender.
La transición hacia los gobiernos civiles supuso algo más que el mero traspaso formal del poder del Estado por parte de los militares a gobiernos de corte civil: fue la consolidación de la hegemonía del Estado contrainsurgente, de cuyos restos dimanó nuestro Estado de posguerra, que sentó las líneas y las lógicas del poder constituyente. Esa era la «democracia posible» que ya había advertido Edelberto Torres, con la cual una guerrilla desarraigada brutalmente de su tejido social no supo hacer otra cosa mejor que capitular en los términos políticamente correctos para salvar los muebles.
La posibilidad de un sentido de oposición legítima fuera de dicho Estado se hizo marginal: al sentar la líneas de la legitimidad y la legalidad ya previamente construidas por el proyecto de la alianza militar oligárquica, a través del nuevo pacto de transición democrática y sin renunciar a la ventajosa verticalidad del Estado contrainsurgente, se definieron las líneas de lo legítimo en términos de acción política. En adelante, solo se podría jugar a la transformación del mundo en un juego de cartas marcadas.
El proyecto político de los militares a través del Estado contrainsurgente consolidó sus privilegios estamentales ganados como botín de guerra dentro del imaginario militar, así que la paz tampoco era mala para dicho estamento. En ese juego con el tablero trucado se limitaron a mandar donde habían aprendido que estaba el negocio, como bien lo sabían los inquilinos de Matamoros. A pesar de esto, y contra toda posibilidad, muchos hombres y muchas mujeres valientes han intentado e impulsado reformas desde el poder judicial, a pesar de las aporías implícitas en el hecho de trabajar desde dentro del sistema, tocando esos privilegios estamentales, esos negocios ilícitos, la impunidad por crímenes de lesa humanidad.
Fue entonces cuando ese estamento militar comprendió que sus privilegios obtenidos durante el conflicto armado estaban empezando a menguar. Fue cuando estos residuos del pasado empezaron a tener voz en medios de comunicación. Se hizo necesario empezar a escribir un nuevo relato, que no es otro que el revisionismo de derecha, cuya historiografía de baja estofa empieza a hacer buenas migas con el pensamiento conservador de la cultura guatemalteca.
Por otro lado, una izquierda incapaz de reformular su propia praxis en la posguerra prefirió acomodarse en su tranquilo y residual papel en la política partidaria mientras el imaginario conservador destrozaba a dentelladas la débil conciencia política surgida a partir del conflicto armado. La matriz de dominación del Estado vertical mutó en el desmantelado Estado clientelar neoliberal, que regula el modelo de desarrollo actual y que la izquierda tradicional ha intentado cuestionar sin mayores éxitos.
Comprendí entonces, cuando estaba empleado en el Consejo Nacional para el Cumplimiento de los Acuerdos de Paz (CNAP), que aquellas reuniones anodinas en las que me tocaba levantar minutas de acuerdos etéreos e irrelevantes, de largas discusiones sobre lo obvio, tenían poca incidencia en la realidad: estábamos asentando aspiraciones legítimas sobre instituciones de cartón, en barcos de papel sin menor oportunidad de navegar hacia el puerto que fijaban los acuerdos de paz. La firma de estos había sido una especie de trámite expedito para concluir un conflicto absurdo en el cual el Estado contrainsurgente había jugado ya su carta ganadora años antes. No por nada Efraín Ríos Montt afirmó hace algún tiempo que él era «el padre de esta criatura».
Es difícil esperar que, bajo la lógica de este Estado conservador, las líneas visionarias de los acuerdos de paz, al menos como política explícita de Estado, tengan alguna oportunidad de desarrollarse. En el 2005 se relanzaron a través del decreto 52-2005 como uno de aquellos avioncitos de papel que vuelan unos metros solo para desplomarse estrepitosamente al chocar contra un muro y en un panorama poco halagador. Es el espíritu de los acuerdos de paz lo que debe recuperarse como acuerdo político que genere mayorías de cara a tomar el poder real. Como horizonte normativo se hace apremiante, en este Estado capturado, un acuerdo mínimo entre mayorías que no debería ser otro que lo demandado en los acuerdos. La comprensión de la naturaleza de estos es más provechosa ahora que simplemente exigir su cumplimiento.
Esto hace imprescindible que no se pierda la memoria crítica sobre la naturaleza de los acuerdos sustantivos (reformas constitucionales, situación agraria, fortalecimiento del poder civil, pueblos indígenas, etcétera). Resolver cómo podemos articularlos con los desafíos a la hora de deshegemonizar las pautas de desarrollo del modelo neoliberal y depredador actual es aún un reto pendiente.
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