Dicho inciso, como sabemos, trataba, entre otros, sobre el Financiamiento electoral no registrado y prácticamente liberaba de la cárcel a los corruptos de los partidos políticos. También beneficiaba a quienes habían cometido actos delictivos de diversa naturaleza. El 15, entonces, queríamos que dicho decreto fuera derogado por todas las implicaciones impensables que tendría. Y lo logramos.
Lo cierto es que, tanto en la novena avenida como en la octava, frente a las puertas principales y a los parqueos del Congreso, cada vez iba creciendo el número de guatemaltecos y guatemaltecas que se presentaron para manifestar su indignación, enojo, frustración e incredulidad ante la actitud tan poco honorable y totalmente corrupta de esos 105 diputados. El ambiente entre los miles de manifestantes era de total y absoluto rechazo. De una indignación extrema. Tanto o más que la vivida durante las jornadas de 2015. Al ritmo de las consignas bien ambientadas por cuatro grupos de batucada, constantemente se les advertía a los participantes del derecho a la manifestación pacífica y del cuidado de no caer en la provocación que, se sabía, querían generar algunos infiltrados, por cierto fácilmente reconocibles. Cuando los diputados empezaron a llegar, los manifestantes les gritaron «hijo de puta» una y otra vez, con una voz tan fuerte y estruendosa que hizo temblar los cimientos de la calle. Entonces me di cuenta de que, para una sociedad tan machista como la nuestra, pese a los esfuerzos de los grupos de feministas y de las leyes que velan por la no violencia en contra de las mujeres y de la conciencia de género que ciertos grupos de intelectuales tienen, en realidad es este el insulto más grande que existe en el imaginario del chapín. Al gritarlo, al señalar al diputado de hijo de puta, la catarsis colectiva cobró dimensiones de verdadera liberación.
Empezó a llover y ni uno solo de los manifestantes se movió. Los ánimos no decayeron y las consignas continuaron: «el pueblo emputado no tiene diputados» y «el pueblo presente no tiene presidente», entre muchas otras. Se informó que los diputados vetaron la ley y que solo una, Patricia Sandoval, votó en contra. Abucheos y total rechazo. Se siguió así durante el resto de la tarde. Al filo de la noche se pidió que se hiciera una cadena humana para impedir que los diputados salieran hasta que votaran por que el presidente pudiera ser llevado a juicio por los cargos de corrupción que se le imputan y luego renunciaran. Se formó la cadena humana. Éramos miles. Mujeres y hombres de todas las edades, niños y niñas, madres con sus bebés, familias completas. Nos unimos todas las clases sociales, todos los grupos étnicos, grupos de la diversidad sexual, académicos, estudiantes, amas de casa, periodistas, maestras, personas con capacidades especiales, artistas. Estuvimos, pues, gente del pueblo, todos pacíficos e indignados. Muchos estuvieron allí tomándose selfis, videos y fotos, enviando mensajes, chateando.
A eso de las 9 de la noche nos advirtieron que nos querían acusar de terroristas por «vedar el derecho a la libre locomoción de los diputados». El ambiente se tornó tenso, pero los discursos y las consignas continuaron. Al rato, los de la batucada nos dijeron que mejor nos fuéramos a nuestras casas, que ellos mismos se retirarían por prevención, que diéramos la jornada por exitosa.
Gracias a las noticias de Guatevisión observé cómo los diputados fueron desalojados del Congreso y cómo la policía dispersó con gas pimienta a la población allí reunida. Por mi parte, sentí que en solo una jornada había vivido años y quedé exhausta.
Sé que participé en un día verdaderamente histórico para Guatemala. Como rezaba una de las consignas, el día del inicio de nuestra verdadera independencia.
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