Pedro Botzo Cu tiene 24 años. Nació en Campur, aldea de San Pedro Carchá, ubicada entre las lozanas montañas del departamento de Alta Verapaz, en una familia de 12 hermanos.
Hace tres años decidió abandonar su tierra junto con su esposa Carmelina y su primogénita, recién nacida, para ir a buscar trabajo en el municipio de Sayaxché, Petén, donde había escuchado que las empresas palmeras estaban ofreciendo empleo. La falta de oportunidades laborales en su comunidad, junto con las necesidades impuestas por sus nuevas responsabilidades familiares, lo obligaron a emprender un largo viaje de cinco horas en bus y enfrentar riesgos e imprevistos de un desplazamiento forzoso, hacia las tierras calientes del Petén, que probarían duramente la capacidad de adaptación de la joven pareja al nuevo clima, además de ser un lugar desconocido, lejos de la red familiar y de amistades del pueblo nativo.
Ahora vive en la aldea Tucán, a diez minutos en bicicleta de la entrada a la palmera Repsa, donde encontró trabajo como cortador. Es uno de los 4,700 empleados de la empresa y gana Q1,270 la quincena de salario fijo. Su trabajo varía en función del tipo de corte: la fruta de la palma alta, de unos 10 a 15 años de vida y unos 8 a 10 metros de altura, tiene que ser cortada con un palo de aluminio largo, llamado malayo; la palma baja, en cambio, más joven, se puede cosechar más rápidamente con un cincel. Dependiendo del tipo de corte, cada día tiene que cumplir con la meta de unos 230 racimos de palma baja o 82 racimos de palma alta. Por cada racimo extra, la empresa le paga 43 centavos por el corte bajo, y 90 centavos por el corte alto.
Pedro está contento con su nueva vida: lo que gana en la palmera le permite satisfacer las necesidades de su familia, que, mientras tanto, aumentó de número, con el nacimiento de su segunda hija. Compró un pequeño terreno donde construyó su casa: cuenta, orgullosamente, que logró levantar el techo de palma gracias a la indemnización económica que recibe cada año, al ser despedido y liquidado por la empresa cada diciembre, y ser contratado de nuevo en enero. Los domingos estudia un profesorado en la universidad de Fray Bartolomé de Las Casas. Costear los gastos de sus estudios limita al máximo las posibilidades económicas de la familia, pero es un esfuerzo que quiere llevar a cabo. Como licenciado, Pedro quisiera regresar a vivir a su tierra, conseguir un trabajo de oficina y, de esta forma proveer un futuro mejor a sus hijas. Al regresar de la palmera, a media tarde, goza de la compañía de Carmelina, que sigue hablando solamente q´eqchí, su idioma natal, y que ha cultivado buenas relaciones con las familias vecinas. Todo el día se dedica a las tareas domésticas y al cuidado de sus hijas.
La de Pedro es el caso de una de las cientos de familias beneficiadas por la agroindustria en el municipio de Sayaxché. Lejos de las instalaciones de la palmera, existen otras tantas familias que, en cambio, vendieron sus parcelas a las empresas y que ya no encontraron donde comprar otra tierra al mismo precio, ya que los monocultivos se han extendido ocupando buena parte de toda la región, exasperando el histórico problema de la tenencia de la tierra y de los precarios medios de vida de la mayoría de la gente.
Debido a que Guatemala nunca alcanzó el desarrollo industrial, la agroindustria ha provocado fenómenos de despojos de tierra y de desplazamientos de cientos de familias. Los monocultivos son el peor enemigo de la biodiversidad y vuelven fácilmente improductivos los terrenos.
Sin embargo, en un país prevalentemente rural, donde el Estado no existe en su naturaleza de proveedor de servicios, las palmeras representan una de las más controvertidas y, al mismo tiempo, emblemáticas realidades laborales.