Superpuesto a la problemática real aparece el paradigma ideológico. El credo neoliberal, unido a prácticas históricas de privilegios, facilitó la toma de entidades públicas por parte de gremios y redes mafiosas y redujo la política a papel de baño y el bien común a retórica populista.
Y en medio está la colonización ideológica de las clases medias, las cuales a menudo avalan tales políticas, que van contra sus propios intereses, y sus resultados. Y, por supuesto, la polarización social acumulada. Quizá Guatemala sea una demostración de que la teoría del conflicto de clases se actualiza si el Estado no es Estado, sino un board de los capitales financieros.
La privatización del Estado es multidimensional. Empezó con una política de hacer renunciar al Estado de sus obligaciones constitucionales, especialmente las de orden social y económico. Esto lo llevan a cabo gobiernos subordinados a las élites económicas. Estos gobernantes se piensan más como gerentes o empleados de multinacionales que como estadistas.
Luego viene el costo social de manejar el Estado como una empresa. Se asume que una empresa solo busca eficiencia económica (o su equivalente estatal: el crecimiento económico), pero, en un país tan desigual y con tantas demandas acumuladas, este programa resultó ser una grave medicina para la enfermedad.
La pobreza, la corrupción, el abandono y la conflictividad crecieron y se multiplicaron en el largo plazo.
Después vino la piñatización propiamente dicha de los activos, recursos y bienes públicos. Dos cosas se suceden simultáneamente en este proceso: la clase política prefiere ignorar la gravedad de los hechos o comienza a endeudar al Estado para mitigar las urgencias sin afectar a sus patrocinadores.
Los poderosos defienden a capa y espada su derecho a lucrar con bienes públicos, para lo cual cuentan con un arco de voceros ideológicos y un arco de intereses económicos difíciles de soltar.
Lo paradójico de todo esto es que fue en la era democrática cuando este proceso se empezó y normalizó, cuando debió ser al contrario. El pluralismo de la economía está ausente en las políticas macroeconómicas, y la manera más fácil de decir que se hace algo es no hacer nada.
Así, fue en el gobierno de Vinicio Cerezo cuando se inició el proceso con Aviateca y las bandas de telefonía celular, las cuales convirtieron a ministros de Estado en nuevos millonarios. En este período predominó el credo mismo bajo el término de desincorporación.
Pero fue durante el gobierno de Álvaro Arzú cuando este credo cobró carta de ciudadanía. «Solo los empresarios gestionan bien y no roban porque ya son ricos».
Así, las industrias de telecomunicaciones, minería, energía eléctrica, obra pública, correos y protección agrícola, entre otras, pasaron aceleradamente al sector privado organizado, que así se aseguraba nichos de mercado masivos para una rápida y sostenida tasa de retorno, todo a precios de paca para capitales extranjeros.
El Estado, que hasta la fecha es dueño del subsuelo y de radiofrecuencias, simplemente dijo: «Vengan y tomen lo que quieran».
Un dato simbólico: recién este mismo año, para abrir en la zona 12 un centro comercial de Walmart, se tuvo que destruir uno de los últimos silos de resguardo de alimentos que alguna vez hubo en este país para salvaguardar la economía campesina del poder de los intermediarios.
Los paliativos que se ensayaron para medio mitigar el impacto social negativo de este programa económico devenido en políticas públicas llamado neoliberalismo fueron al menos de tres tipos: 1) fondos sociales, 2) fideicomisos y 3) programas sociales (institucionalizados en el Ministerio de Desarrollo Social), los cuales, por falta de controles, cayeron en corrupción o aumentaron ganancias en el sistema bancario.
La joya de la corona de este programa fue colocar en la Constitución Política la consigna de crédito cero del banco central al Gobierno, de modo que el mismo Estado se amarró las manos. Y para algunos exaltados todavía falta privatizar el agua, el subsuelo, el IGSS y la Universidad de San Carlos.
Otra consecuencia negativa del programa minimalista fue la exacerbación de la violencia social. Aunque se suponía que esta mermaría con la democracia tras la firma de la paz, sucedió lo contrario: la conflictividad agraria y ambiental creció, ya que la rentabilidad social y las externalidades negativas apenas si fueron consideradas.
Lo mismo ocurrió con la seguridad ciudadana y fronteriza. En un intento de asegurarla, sucesivos gobiernos tras la firma de la paz apelaron a la mano dura y no escatimaron en olas de asesinatos extrajudiciales, por los cuales la comunidad internacional se convenció de la necesidad de crear la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig).
Con todo lo anterior, no había otro pronóstico más que este: la bancarrota financiera y moral del Estado. Ingobernabilidad y tutelaje. Un sepulcro blanqueado.
¿Cuál es la alternativa? En lo conceptual, un Estado regulador, que prevenga y evalúe periódicamente los resultados para el bienestar nacional (es decir, rescatar la planificación pública). En lo político, un pacto de gobernabilidad, que implica metas de cortísimo plazo en una agenda mínima. Y por último, un proyecto de nación, que implica una democracia robusta, instituciones abiertas y desarrollo territorial.
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