Yo identifico dos lecciones fundamentales a raíz de los eventos de la última semana.
Primero, que, a diferencia de hace dos años, la movilización ciudadana no está concentrada en la capital del país. Masivas marchas en los departamentos, sumadas a la participación de la diáspora de guatemaltecos en el extranjero, comprueban que, si la nuestra ha de ser una sociedad verdaderamente democrática, se debe tomar en cuenta la polifonía y diversidad de las voces que en los últimos días han optado por involucrarse.
Segundo, que la semilla de la democracia está en las calles. La élite, haciendo gala de su desconexión de la realidad de la mayoría del país, optó por no participar en el paro nacional y, en el caso del sector privado organizado, por censurar la participación de sectores específicos. Pero esto es cada vez menos relevante: ciudadanos, asociaciones estudiantiles, micro- y pequeños empresarios, movimientos sociales y organizaciones campesinas e indígenas se unieron en su llamado a una transformación del sistema.
En ese contexto, es importante recordar que la actual es una crisis únicamente para los sectores que en algún grado dependen del motor económico-político de la corrupción. Los sectores de base, tanto en lo político como en lo económico, no tienen nada que perder. Así, en este contexto, la actual es una oportunidad inédita para empezar a construir una sociedad más democrática y justa.
Entonces, la gran pregunta es cuál es el próximo paso.
En el corto plazo, la ciudadanía debe seguir resistiendo. El Ejecutivo insiste en su agenda por revisar el acuerdo de la Cicig (e intentará quitarle dientes), así como en seguir debilitando los espacios de funcionarios que han impulsado la recuperación del Estado.
El foco de presión debe incluir también la Corte Suprema de Justicia, donde han naufragado varias solicitudes de antejuicio contra funcionarios corruptos y que continúa sujeta a presiones políticas. No olvidemos que la actual magistratura fue elegida a raíz de un pacto entre los difuntos partidos Líder y Patriota y que varios de los jueces han demostrado su compromiso con las mafias antes que con el derecho.
La lucha en las calles también se debe acompañar de acciones legales para presionar a los diputados, en quienes aún recae la responsabilidad de aprobar las reformas estructurales pendientes hace meses, y para agilizar las acciones legales en las cortes contra los diputados y en el Tribunal Supremo Electoral para cancelar y romper los vehículos partidistas de la corrupción.
En cuanto a los llamados actuales al diálogo, además, da la apariencia de que los sectores de poder quieren incluir a algunas organizaciones de la plaza —pero no a otras— en su intento de hallar una solución a la crisis actual.
El problema es que no se cuenta con las condiciones propicias para un diálogo. Las partes que han demostrado estar a favor de la impunidad —el presidente a la cabeza— no tienen credibilidad. Actores neutrales durante la crisis, como el sector privado, han sido más ágiles en criticar la participación de sectores indígenas que en condenar los actos de corrupción de la clase política. Y la tecnocracia organizada en tanques de pensamiento tiene poca articulación con la diversidad de los actores sociales que constituyen el grueso de las movilizaciones.
En este contexto, ¿estamos listos para un diálogo? La propuesta de reformas a la Ley Electoral y de Partidos Políticos puede dar pie a generar conversaciones reales, pero, si ha de tener éxito, toda propuesta de diálogo debe perfilarse como una discusión inédita entre diversidad de sectores. El disenso puede ser terreno fértil para la construcción de acuerdos mínimos y potencialmente transformadores. El consenso artificial nos devolverá a la misma situación de siempre. Por los siglos de los siglos.
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