Empezó con una foto en Prensa Libre: una manifestante promigrantes en los Estados Unidos levanta un cartel que dice: «America Was Never Great» (América nunca fue grande). En Twitter, un conocido de Internet, analista político y comentarista público en Guatemala reacciona: «La primera que deben deportar es la ingrata con el rótulo que dice “America Was Never Great”». Dio para armar un tuit-debate.
El asunto no es nuevo. En mayo de 2016, Krystal Lake, una joven afroestadounidense, levantó aspavientos por hacerse una gorra con esa frase crítica como reacción al lema de campaña de Trump. Difícil pelearse con una descendiente de esclavos que afirma que Estados Unidos no ha sido grande, pero aun así se ganó los proverbiales 15 minutos de fama, incluyendo amenazas de muerte. La novedad en la foto que reprodujo nuestra prensa local y comentaba mi conocido fue la adopción de la frase para la causa migrante.
La arista más obvia del tema corta por el lado de la libertad de expresión. Sí, el lema puede ser imprudente cuando la intención es ganar adeptos para la causa migrante entre los estadounidenses de hueso (o quizá cuello) colorado. Pero dejemos ese problema táctico a la manifestante. Nosotros mejor preguntemos si se puede hablar de libertad de expresión (valor consagrado desde la primera enmienda a la Constitución del país del norte) cuando la consecuencia concreta de expresarse es recibir condena o, peor aún, amenazas. O, como en mi debate a la Tortrix en Twitter, cuando la consecuencia es mutilar el esquema perspicaz de Hirschman reduciéndolo apenas a dos opciones: «lealtad» o «salida», esta vez por la fuerza.
Al referirse a la manifestante, el analista con que polemizo expresa: «Solo por estúpida y por poner mal a los latinos merece ser deportada» y «tiene la libertad de comportarse como una completa imbécil [...] en un país ajeno» (cursivas mías). Este lenguaje no apela al intelecto, sino al afecto. Algo importante mueve esa condena visceral alzada contra quien cuestiona el mito de la grandeza estadounidense. Es la condena alzada siempre contra todo el que cuestiona los mitos constitutivos de cualquier Estado.
Como descripción, muestra en operación la maquinaria de la disciplina biopolítica, que procura controlar la vida y el cuerpo de los ciudadanos no desde arriba, sino desde sus propios pares. Es la amenaza al imprudente que no vuelve (rápido y sin mal modo) a la normalidad del silencio y a la sumisión. Es la nalgada perentoria a la hija insurrecta: eso no se hace, eso no se toca.
Pero por el lado analítico nos obliga a preguntar por qué no se debe tocar el Estado. Mi interlocutor en Twitter justifica: «Alguien viene a tu casa para decir qu[é] fea es y [que] siempre ha sido fea. [¿L]e toleras su presencia?». Sin embargo, la casa solo es metáfora del Estado (máquina impersonal y burocrática por antonomasia) cuando la intención es asimilarlo al mundo de la familia, del afecto y de la tradición. El problema, claro está, es que los Estados no son hogares, sino instrumentos prácticos, máquinas que hacen cosas para los poderosos.
Así llegamos a lo realmente importante: la manifestante con su rótulo no es una imbécil, una estúpida o una malagradecida. Verlo así es demasiado fácil. La manifestante podrá ser una atrevida, sí. Acaso sea también una valiente. La manifestante es una invitación a reconocer que la patria (incluyendo los Estados Unidos), con su aparejo de símbolos, mitos y lealtades, es simple ficción, invento. Es una puesta en escena que sirve sobre todo a algunos mientras da sano entretenimiento familiar a los más ingenuos.
Cuestionar la grandeza de América no es merecer el oprobio, sino apenas señalar lo obvio: que la grandeza es solo en algunas cosas y solo para algunos y que Américas hay muchas. Es subrayar que las fronteras de ayer nunca son las fronteras de hoy y de siempre. Es ilustrar que el cambio para mejorar (y para empeorar también, lamento agregar) viene de la subversión, nunca de la conformidad.
Con Trump (subversivo mayor) por tomar la Casa Blanca, el asunto se torna perentorio. En el corto plazo, criticar la grandeza de los Estados Unidos podrá servir poco a la táctica de quien arma una manifestación por los migrantes. Pero tal desfavor es mucho menor que el que haría un analista político al repetir (peor aún, creer) que el Estado, la patria y la historia son cosas que no se tocan.
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