Me refiero a la sociedad en la que crecí, la que gocé y sufrí, esa en la que acerté y me confundí, la sociedad que veo derrumbarse, donde la esperanza es un acto de fe. Una sociedad con una realidad que es producto de la barbarie ¿solapada? de siglos y el clímax de los crímenes masivos de una guerra interna cuyos juicios sobre el balance final dejo hoy en la gaveta. Una sociedad que, como cualquier esquina del mundo, sufre una influencia económica e ideológica que ha ampliado una brecha de desigualdad con consecuencias materiales y psicosociales insospechadas hace unas décadas.
Es obvio que la lucha contra la corrupción es tan vital para nuestra sociedad como el respirador para el enfermo crítico (que por un acto de fe no lo llamo terminal). Sabemos también que la corrupción no lo es todo, que hay problemas sistémicos cuyos esfuerzos por solventarlos resultan tan complicados como subir una pendiente resbaladiza. La idea es que la lucha contra la corrupción es un paso ineludible, creador de conciencia y de condiciones para abordar otros problemas históricos.
Sabemos que la corrupción fue sembrada y cultivada con empeño por los poderes locales e imperiales, incluyendo algunos que ahora la maldicen y excomulgan, pero lo más grave es que penetró en el hábito cotidiano de un contingente impresionante de los ciudadanos. Se ha «naturalizado», dirían algunos. En las condiciones actuales, de pensamientos volátiles y morales ligeras, de indolencias suicidas y propensiones a la pequeña estafa cotidiana, las fuerzas sociales honestas, pensantes y coherentes, capaces de entablar diálogos y de establecer alianzas para lograr avances firmes, no se vislumbran vigorosas en nuestro horizonte político. Así las cosas, la idea prevaleciente en la sociedad es que nada hubiese sido posible sin la intervención de intervenciones: la omnipresente, omnisciente y omnipotente de los Estados Unidos de América. Y creo que quienes así piensan y activa o pasivamente la apoyan tienen razón. La opción es pragmática. Y esa conclusión desata la primera tormenta en el pensar sobre la ética política. Algunos de los grandes saqueadores del erario no estarían en prisión si no fuese por la presión de ese gran poder. Pero ¿es eso suficiente para sentirnos moralmente satisfechos?
En una democracia, nos diría la ética política, los ciudadanos de un país son los que deciden su destino, no fuerzas foráneas. Por supuesto que esa afirmación es sostenida por uno de los valores morales más elevados: la dignidad (aunque alguien desde la filosofía haya afirmado que dignidad es a useless word por ser muy difusa). Entonces, cuando pensamos en el caso de Guatemala, la contradicción es evidente y podemos colocarla en el ámbito de los dilemas morales complejos. Acostumbrado a enfrentar esa categoría (del dilema moral) en la bioética (hacer vivir o dejar morir, por ejemplo), se me hace cuesta arriba hacerme de la vista gorda con el problema político planteado, sobre todo porque no recuerdo un solo caso de intervención en mi país que no haya rechazado. Excluiría de esa postura radical aquellas derivadas de los convenios internacionales de los que Guatemala ha sido signataria (que incluyen la posibilidad de gestión y función de la Cicig, por ejemplo), pero aun así «con muchos considerandos», como diría Ferrater Mora.
Por supuesto que no tomaré en cuenta, por ridícula, la histeria de los grupos ultraconservadores que rechazan airadamente la intervención y olvidan que la de 1954 les produjo tantos dividendos materiales y políticos como desgracias a la inmensa mayoría del país, ¡incluyendo la corrupción sistémica! El fundamentalismo neoliberal de pocas luces, como todo fundamentalismo, tiene en este caso otros problemas. No es difícil deducir los vínculos entre ellos o sus aliados con las mafias.
Es claro que la intervención directa y sin matices de Estados Unidos parece ser, en este período de la historia del país, la única arma efectiva contra las mafias público-privadas. Así, la aceptación moral del dilema se basará en una ética consecuencialista, es decir, aquella que finalmente opta por los resultados (como lo propone la doctrina de los filósofos utilitaristas Jeremy Bentham y John Stuart Mill). Otra forma de verlo es como la dificultad para lograr encuentros entre la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad, siendo sin duda esta última la exigida a los políticos de buena voluntad.
Suponiendo la ineludible aceptación del dilema y optando por inclinar la balanza por la eliminación de la lacra criminal de la corrupción (un evento social homicida de magnitudes incalculables), lo que resulta inaceptable son las expresiones públicas de complacencia por cualquier tipo de discursos de funcionarios extranjeros. Creo que la única salida a esta tragedia de vulneración de dignidades será por el desarrollo de acciones que permitan expresar que los guatemaltecos y las guatemaltecas no somos un rebaño de borregos. ¿Cuáles podrían ser esas acciones? Como no soy un especialista en esas cuestiones tan graves, como las ciencias políticas y otras cercanas disciplinas sociales, solo me atrevo a hacerles algunas preguntas:
¿El desarrollo de tales acciones no tendría que empezar por el ineludible paso del diálogo y de la búsqueda de acuerdos para la acción política entre sectores diversos de la ciudadanía? Hablo de eso que en estos tiempos entraría en el campo de la ética dialógica. Si eso es válido, ¿lo anterior no presupone iniciativas para la organización política en nuevos partidos sustentados en doctrinas que sustituyan a los partidos mascarones de las mafias? ¿No presupone también la recuperación de instituciones como la universidad nacional (USAC) y sus aportes al pensamiento y a la acción social? ¿No habría que decir lo mismo del retorno al sindicalismo honesto y a otras formas de organización social no partidaria que alguna vez existieron? Las luchas por el territorio que han actuado con algún éxito, ¿no deberían ser parte importante en el diálogo antes mencionado?
Lograr superar nuestra debilidad política y moral actual es una condición necesaria para dar paso a una mejor calidad de vida de las personas y quizá podría colocarnos en terreno más seguro para negociar nuestras relaciones con el mundo exterior, lo cual, reconozco, no es cosa garantizada debido a lo que todos damos por descontado: los poderes a los que nos enfrentamos defienden a toda costa sus propios intereses, por ilegítimos que sean, y no los de la humanidad. Pero, en todo caso, peor que ahora no podríamos estar.
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