Enfrentarnos con curiosidad a otras culturas y realidades (apreciar nuestro reflejo en otros espejos) nos permite hacer descubrimientos de todo tipo, buenos y malos. Puede conducirnos a crecer y vivir la vida al dos por uno por la velocidad con la que aprenden nuevas cosas si buscamos la oportunidad.
Hace unos cuatro años, tres personas de diferentes culturas conversábamos amenamente y surgió la oportunidad de impresionarlos con el ingenio latinoamericano para poner apodos o sobrenombres.
Los apodos, decía yo, tienen contextos urbanos y rurales, y estos últimos me parecen los más ingeniosos. Además, su precisión quirúrgica es un signo de inteligencia. En países como Argentina les gustan los apodos enigmáticos, pues siempre van acompañados de una pregunta. «¿Por qué a fulano le dicen Pan Fresco?». «Porque, siempre que le vienen a cobrar, la mujer dice que recién salió».
Desempolvé algunas joyas que dan para reír por un buen rato. Mis amigos sonrieron, pero algo pasó, una de esas cosas que nos hacen sentir que dimos un paso en falso. Cosas que no se pueden explicar, pues no van acompañadas por palabras o por gestos. Microsilencios que no estaban en el guion.
Cambiamos de tema y nos divertimos otro rato, pero me quedé pensando en aquel detalle. Repasé los apodos y no había nada sexista o racista, nada políticamente incorrecto, nada vulgar.
Pasé algunos días descifrando lo que me habían revelado aquellos dos espejos.
Encontré que varios de los apodos tenían algo en común: se apoyaban en apariencia y en rasgos físicos o de personalidad. Eran geniales, pero descubrí que para acuñarlos se necesitaba también de cierta maligna intención burlona. Me sentí avergonzado con el descubrimiento. De nuevo, los espejos ajenos me habían revelado una imperfección personal.
En oposición al alto puntaje que la sociedad otorga a un apodo ingenioso, caí en la cuenta de que no es lo mismo reírse de un buen apodo que llevarlo encima. Además, ya saben: enojarse por un apodo es lo mismo que firmar un acta de aceptación a perpetuidad.
Recordé a un querido amigo que no nombro porque no le pedí autorización. Él era mi compañero de aula en la escuela primaria y por la tarde era limpiabotas en una dependencia pública. Gracias a su honradez podía andar de oficina en oficina, pero debía vestir un overol que lo diferenciara de los que trabajaban en la calle. Lo recuerdo vagamente escapando de la escuela al final de la jornada porque una nube de niños corría detrás gritando un anuncio de la radio: «Policía, policía, me robaron mi cartera». Parecía una inocentada, cosa de niños. Pero mi amigo corría como si lo fueran a linchar. Nuestra amistad cumplió ya 50 años. Él es un profesional universitario.
Los niños son así: castigan duramente a aquellos que les parecen diferentes, aunque no puedan explicar en qué. Pueden ser muy crueles. No saben el daño que causan, y aquello puede convertirse fácilmente en acoso escolar con malos resultados.
Las cárceles tienen personas que asesinaron porque les dijeron un mal apodo. También se pueden provocar suicidios, pérdida de estima, inseguridades que los terapeutas nunca consiguen rastrear hasta el cruel apodo.
También hay apodos que se dicen por lo bajo, a espaldas de la persona que lo lleva. Eso agrega cobardía a la maldad, ingenua o no. Los hay de sábanas adentro y de paredes adentro. Muchas familias los tienen y no traspasan fronteras. Son un código de complicidad, de identidad y de grupo.
Desde que me vi en aquellos espejos cambió mi visión de los apodos. Si se acuñan, deben resaltar buenas cosas de las personas, siempre que ellas estén de acuerdo. Algunos apodos tienen efecto terapéutico para quien los dice, pero no deben usarse si no son un balsámico para quien los recibe.
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