COVID19 El mazo, pesado, y el baile, interrumpido, contra los migrantes
COVID19 El mazo, pesado, y el baile, interrumpido, contra los migrantes
La pandemia golpea desmedidamente a los migrantes en América Latina. Tres investigadores de la Universidad de Costa Rica examinan las primeras reacciones de los gobiernos y las sociedades y calculan qué puede venir.
En 2019, 272 millones de personas, un 3,5% de la población mundial, se movilizaron de un país a otro[1]. Para el 2020, se proyectaba que este número fuera mayor pero la pandemia del COVID19 se cruzó en el camino. En una crisis sin antecedentes en un mundo muy globalizado e interconectado, persiguiendo la salud mundial se cerraron fronteras, se cancelaron vuelos[2] y embarcaciones y casi todos los países del mundo tomaron medidas para limitar la movilidad de las personas.
El objetivo era aplanar la curva de infecciones del virus y aliviar los sistemas de salud, aplicando primero lo que llaman el mazo, para luego empezar un baile: aliviar estas medidas gradualmente, y volver a imponerlas cuando el virus recobra fuerza.
Pero este mazo golpea de manera desproporcionada a muchas personas migrantes, y el baile que sigue le suma obstáculos a los que ya padecían. Es necesario un abordaje que diferencie cómo viven y cómo afecta esta crisis sanitaria a distintos grupos. El desafío es enorme, reconociendo la diversidad de los flujos, las dinámicas y las experiencias migratorias en América Latina y el mundo.
Las personas migrantes son más vulnerables, no solo para contagiarse con el coronavirus y enfermarse seriamente sin acceso a los servicios de salud adecuados para el tratamiento necesario, sino que también son más vulnerables ante las implicaciones económicas de las medidas de cierre. La crisis actual inspira y seguirá inspirando voces de nacionalismo y chovinismo (de bienestar) y sobre todo a mediano plazo, los Estados estarán tentados a implementar políticas migratorias restrictivas y de integración más exclusivas. Estas dos cosas, la mayor vulnerabilidad de la población migrante y las reacciones estatales, tendrán un alto costo económico prolongado para muchos países, tanto expulsores como receptores de migrantes.
Los Estados seguirán reaccionando con políticas migratorias restrictivas, políticas sociales y de empleo excluyentes para migrantes. Las restricciones a la movilidad van a tener impactos graves para muchas economías, mientras que los efectos económicos de estas medidas inducirán nuevas y más intensas migraciones a corto y mediano plazo.
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¿Sucederá lo que imaginamos? Nadie lo sabe con certeza, no existen muchos datos confiables todavía. Pero la literatura disponible y las noticias de diferentes partes del mundo, de América Latina en particular, apuntan en esa dirección.
Vulnerables por partida doble
El COVID19 transformó nuestras vidas individuales y nuestras conductas sociales[3] y esos cambios nos apuntan a factores estructurales de desigualdad[4]. Sabemos que las poblaciones migrantes, especialmente en el Sur global[5], tienden a enfrentar situaciones de gran vulnerabilidad[6]. Algunos debates nos pueden ayudar a comprender mejor qué les espera, y se encuentran en la literatura sobre cómo se insertan las personas migrantes en mercados estratificados altamente informales, sobre el limitado reconocimiento de sus derechos (sociales), y sobre su acceso limitado a la protección social formal, en particular las dificultades que enfrentan en el acceso a los servicios de salud.
Primero, las personas migrantes están entre los sectores más vulnerables ante el contagio con el coronavirus, porque están sobrerrepresentadas en la población que no puede inmovilizarse. Las medidas indicadas por los gobiernos y las recomendaciones de quedarse en casa y adquirir productos de limpieza e higiene no corresponden a la capacidad de muchas personas en las sociedades latinoamericanas. Para no moverse es necesario un ingreso mínimo mensual que asegure los productos de subsistencia, y la mayoría de las personas inmigrantes en todas las Américas carece de él[7]. La inmovilidad es un privilegio de clase[8].
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Quienes migran en y desde América Latina suelen insertarse en mercados laborales informales. En contraste con las actividades formales, estas relaciones carecen de todo tipo de regulación, y, por ende, protección. Así, buena parte de las personas migrantes[9] carecen de un contrato laboral formal[10] y por lo tanto de acceso la seguridad social[11]. Normalmente establecen relaciones laborales no fiscalizables según normas sobre derechos laborales[12]. En la mayoría de los casos, desempeñan trabajos no calificados y mal remunerados en el sector del servicio doméstico, la agricultura, la construcción y el comercio informal[13][14]. Y son labores presenciales, que exigen traslado diario e impiden teletrabajar.
A pesar de la amenaza del COVID19, quienes migran no pueden quedarse en casa. Dependen del desplazamiento diario a sus trabajos y a centros de venta de comida más barata. Además, al estar sin protección laboral, son las primeras personas en perder sus trabajos. Por ejemplo, muchas empleadas domésticas migrantes[15] ven cómo las casas a las que iban a trabajar, ahora les cierran puertas por miedo a un potencial contagio y les suspenden así su ingreso mensual[16].
En construcción[17], las obras se han visto comprometidas debido a medidas de cuarentena, las propias medidas de restricción a la movilidad y medidas como la suspensión temporal de permisos de construcción[18].
En agricultura, si bien políticamente anunciaron que garantizarán y apoyaán la producción, al estar entre la fuerza laboral menos protegida, los migrantes corren riesgos de ser despedidos si se percibe una disminución de potenciales ganancias ante la crisis[19][20].
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También se han visto afectados otros trabajos informales que dependen directamente de la interacción en las calles. Por ejemplo, las ventas ambulantes en las principales ciudades, dada la merma de los transeúntes[21].
En fin, esta crisis ha repercutido sobre las personas migrantes ligadas a estos empleos y sus ingresos a partir de ello, lo cual las hace más vulnerables ante sus repercusiones.
Segundo, también sabemos que para los migrantes existen siempre barreras que los alejan de los servicios de salud y de otros beneficios estatales, y en algunos casos implican una exclusión total[22]. Estas barreras según Fischer[23] pueden ser exclusiones en la Ley para personas sin documentación; pueden ser reglas que ponen las instituciones que proveen los servicios al solicitar cierta documentación adicional; pueden ser los altos costos relacionados a tener un estado migratorio regular y el acceso a los servicios; pueden tener que ver con la integración de quienes migran en los mercados laborales informales; pueden derivarse de la discriminación de parte de los proveedores, o porque las personas migrantes no buscan estos servicios[24].
En Latinoamérica los mercados laborales tienen una capacidad limitada de absorber la fuerza laboral en trabajos formales de calidad[25], y los sistemas de protección social formal no garantizan una cobertura universal para la población nacional. Así, la presencia de migrantes es considerada amenazante, y su derecho a los servicios sociales, en particular de salud, no constituye una prioridad política. De esta forma, en varios países, el acceso a servicios públicos, incluido el de salud, es más limitado para migrantes[26].
Una de las muestras más evidentes de su extrema vulnerabilidad se ha presentado en Nueva York[27], donde cifras iniciales señalan que, a inicios de abril, de cada cuatro personas fallecidas por el virus, al menos una fue de origen hispanoparlante –y posiblemente de familias migrantes– representando un 34% de las muertes contabilizadas a ese momento.[28]
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Todo esto convierte a la protección social informal, como el envío de remesas o medicinas, en parte importante de las estrategias de bienestar de personas inmigrantes[29][30]. Sobre todo en entornos de capacidad institucional más débil[31] y con regímenes sociales menos incluyentes[32] y más estratificados[33], las personas migrantes construyen redes de apoyo informales (familiares, amistades)[34][35]. Algunas de estas formas son transnacionales según señalan autores como Faist[36], Bilicen[37] o Levitt[38]. Pero por más informales que sean, dependen de que las fronteras estén abiertas. Entonces, también se ven afectadas directamente por las medidas de cierre ante el coronavirus.
Finalmente, muchos de los apoyos gubernamentales creados para compensar en parte los efectos de la cuarentena, reproducen las barreras que ya existían para la población migrante. En Costa Rica, por ejemplo, dieron la directriz de que cualquier persona, asegurada o no, regular o no, puede ir a un centro de salud exclusivamente si presenta síntomas de COVID19[39]. Esta apertura en materia de acceso a la salud no se ve refrendada en la parte económica. Solo obtienen ayuda monetaria aquellos nacionales o migrantes documentados que perdieron sus empleos o vieron reducidas sus jornadas e ingresos durante la crisis. Queda excluida así a una parte importante de población migrante informal o indocumentada[40].
Y los Estados ¿qué hacen?
El reconocimiento de los derechos de personas migrantes es un tema espinoso. La pertenencia a un Estado nación no es homogénea, y las diversas membresías se relacionan con distintas dinámicas de inclusión social[41]. Ante la crisis del COVID19, es muy probable que los Estados se hagan más excluyentes de las poblaciones migrantes, con mayores niveles de estratificación cívica de membresías parciales e inferiores[42].
Una manifestación extrema de dicha estratificación ciudadana es la exclusión de inmigrantes con estado migratorio irregular. Su clasificación como “ilegales” implica que viven y trabajan en el país sin tener acceso a muchos de los derechos vinculados con la ciudadanía[43]. Su presencia en los países genera una fuerte controversia política[44], por la a menudo supuesta competencia con la población nacional por puestos de trabajo y servicios sociales[45].
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Desde los debates en la literatura sobre en qué condiciones los Estados tienden a ser más inclusivos o excluyentes con la migración, también varias lecciones ayudan a poner en perspectiva las reacciones estatales inmediatas y del futuro cercano en materia de política migratoria, social y económica. Si antes de la crisis del COVID19 la incorporación social y económica de las poblaciones migrantes era uno de los mayores desafíos que enfrentan los Estados modernos, en el mediano plazo posiblemente lo sea aún más. La controversia de esta incorporación se vuelve especialmente tangible en los mercados laborales y en las políticas de bienestar. Propuestas como la surgida en Portugal de regularizar a toda persona inmigrante quien hubiese solicitado permiso de residencia[46] son iniciativas más inclusivas que, lastimosamente, no parecen caracterizar la norma. Sobre todo, en el mediano plazo, cuando la primera tormenta de esta crisis vuelva a calmarse, esperamos que la discusión sobre si las personas extranjeras deben acceder a servicios de salud en igualdad de condiciones con nacionales, se torne un tema sumamente conflictivo.
Desde hace décadas nos preguntamos si los Estados son incluyentes o excluyentes con los inmigrantes. La migración, como expresión extrema de la globalización, desafía por naturaleza los fundamentos del Estado. Hay quien espera que la globalización económica, que conlleva el aumento del capital y la movilidad financiera y laboral, disminuya el poder y la importancia del Estado nación. Así, los marcos normativos internacionales de derechos humanos y la migración amenazan la soberanía del Estado nación; algo que devalúa la nacionalidad[47][48]. Sin embargo, estos argumentos pasan por alto la agudeza de las intervenciones del Estado. Cuando se trata del control migratorio, entendido este como el grado de apertura que tiene el Estado hacia la inmigración y el conjunto de mecanismos con que cuenta para (intentar) impedir y limitar los flujos de migración[49], los Estados tienden a enfrentar o evadir las restricciones de las normativas internacionales[50]. En el contexto de un retroceso más generalizado del poder del Estado, aún es posible que impongan sus propias medidas para controlar la migración o que implementen mecanismos de exclusión.
Además del control de fronteras, la concesión de derechos sociales ha sido uno de los principales mecanismos de los Estados para asegurar la lealtad de sus poblaciones[51]. En ese sentido, las políticas sociales articulan mecanismos de integración y de segregación; de esa manera, resultan de suma importancia para las poblaciones migrantes.
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Es justo esta lealtad que está sobre la mesa en las discusiones politizadas sobre la migración. Independientemente de la variación en los regímenes de política social y el tipo de servicios disponibles, Voorend y Rivers-Moore[52] argumentan que la política social juega un papel clave en esta politización de la migración. Si antes de la crisis del COVID19 la migración fue un tema muy politizado[53], ahora, con presión extra en los mercados laborales y los recursos del Estado, es de esperar que la controversia sea más intensa.
Sabemos que, en situaciones de mayor desempleo y de Estados con dificultades para proveer servicios sociales entre sus poblaciones, surgen voces de chovinismo. Toma más fuerza la idea de que los migrantes desplazan a la fuerza laboral nacional[54], y que no solo usan los servicios de salud de manera desproporcionada e ilegítima[55][56], sino que el declive de los servicios sociales se vincula con la presencia de migrantes[57]. Y esto refuerza la xenofobia, y podría activar reivindicaciones de la soberanía estatal frente a procesos de integración regional y globalización.
Las primeras reacciones estatales no son alentadoras. En Costa Rica, una de las medidas anunciadas fue que a cualquier persona migrante que sale del país, se le quita la residencia temporal o permanente que ostenta[58]. Este tipo de medidas son discriminatorias ya que castiga el no respeto a las restricciones de manera diferenciada para migrantes y nacionales. Para un costarricense, salir del país no tiene implicaciones para los derechos sociales y cívicos. Para un migrante, sí. Una medida más equitativa hubiera sido una multa universal para cualquier persona que incumpla las restricciones.
En Estados Unidos, a inicios de abril, se había eliminado toda interacción personal en el aparato institucional, pero las cortes siguieron funcionando para deportar migrantes[59]. Además, con el decreto que firmó el presidente Trump el 22 de abril para suspender temporalmente toda inmigración a los EE.UU.[60], cumple su deseo largamente acariciado de implementar sus políticas de mano dura, y sus promesas electorales de «America First»[61]. Esta medida es la culminación de una serie de restricciones (como el cierre de las fronteras o las restricciones adicionales a las residencias), que él estima necesarias en su intento de detener la inmigración para proteger el empleo y defender al país contra el «enemigo invisible»: la pandemia del coronavirus.
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De igual manera, en Chipre, Italia y otros países europeos intensificaron los controles para prohibir la entrada incluso a personas que solicitan asilo por motivos sociopolíticos o que sean refugiadas rescatadas, ante el riesgo de que porten el virus[62]. Si bien, en teoría la decisión fue intensificar controles sanitarios, en la práctica reportaron casos de personas rechazadas en su intento de ingresar. También pasó en Turquía y Grecia, que para febrero de este mismo año había firmado un convenio para permitir el flujo libre de migrantes hacia Europa, y que ante el coronavirus retrocedió rápidamente [63]. Así, las políticas migratorias restrictivas se intensificaron y se reforzaron con la coyuntura de la crisis sanitaria actual.
Paralelamente, organismos no gubernamentales locales (ONGs) y agencias internacionales que abogan por los derechos de las personas migrantes y refugiadas, como la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) o la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), empezaron a advertir que, debido a la crisis, la continuidad de muchos de sus programas se puede ver comprometida[64]. La crisis COVID19 pone en peligro su financiamiento y sus labores se ven dificultadas por las medidas restrictivas de los gobiernos[65].
¿Qué queda de la economía si le quitamos los migrantes?
El nexo entre la crisis Covid-19 y la migración va a tener efectos considerables sobre las economías de muchos países. Primero, porque personas migrantes hacen un aporte directo al PIB de los países receptores, con su fuerza laboral, y al PIB de los países de origen, a través de las remesas. Y ambos se ven afectados. Segundo, porque se espera que esta crisis reconfigure e intensifique los flujos migratorios en el continente.
Sabemos de la inserción de migrantes en mercados laborales duales, de baja calificación y menor remuneración, pero también sabemos, más que nunca, de la interconectividad de las cadenas de producción y distribución nacionales e internacionales. Bajo una perspectiva macro, la migración debe ser considerada un factor estructural de esta interconectividad, una condición necesaria y parte integral de la lógica inherente del sistema económico.
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Lastimosamente, la literatura académica ha prestado menos atención a la importancia de los migrantes en constituir las cadenas de producción y distribución globalizadas. Por lo tanto, no sabemos con exactitud cuánto pesa la migración en sostener las economías en su diseño actual. Las personas migrantes forman parte de la integración del mercado global. El sector productivo las contrata como forma de bajar los costos de producción, mientras las personas migrantes buscan sustento económico y pasan a formar parte de una red de trabajo no calificado[66].
Lo que sabemos con certeza es que la migración es importante para la economía. La CEPAL[67] estimó que el aporte de personas migrantes al Producto Interno Bruto (PIB) en América Latina, constituyó un 9,4% en el 2019. En un país como Costa Rica, donde la población migrante representa 9% de la población, este aporte es de 12%[68].
En ese sentido, esta pandemia evidencia cómo nuestras economías dependen de la fuerza laboral migrante. Las primeras preocupaciones surgieron en Europa, en Italia, Alemania, Holanda, España, Reino Unido y Francia, donde las restricciones fronterizas han impactado al sector de la agricultura, que depende de trabajadores migrantes temporales claves para la recolección de frambuesas, papas, espárragos, fresas, frijoles y lechuga[69]. En Gran Bretaña las granjas de ganado, leche y avicultura son trabajadas por migrantes, lo mismo sucede en Alemania con la cosecha de espárragos, o el lúpulo, elemento clave de la cerveza[70]. En algunos países, como la misma Alemania, implementaron capacitaciones a su población para que participe de estas cosechas y limitar la pérdida de la producción. Sin embargo, en muchos países, desde Gran Bretaña hasta Costa Rica, existe evidencia de que pocos de los ciudadanos están dispuestos a trabajar en la agricultura[71].
La ausencia de trabajadores (temporales) afecta varios sectores alrededor del mundo, pero sobre todo las cosechas del sector agrícola. La dificultad de cosechar ante las medidas restrictivas podría implicar perder los insumos y desabastecer los mercados. Datos otorgados por un estudio de Thijs Geritz[72], indican que en Italia se estima un faltante de 370,000 trabajadores temporales para las cosechas. En Alemania y Francia faltan 300,000 y 200,000, respectivamente, para la cosecha de productos como los espárragos y las fresas. Pero también Holanda (170,000), España (150,000), y el Reino Unido (90,000) tienen que enfrentar faltantes de mano de obra.
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La pérdida de la cosecha puede representar un golpe significativo a las economías europeas, y por eso los gobiernos buscan frenéticamente diseñar contramedidas para mitigar las pérdidas.
Así, Francia incentivó a la población nacional a insertarse en un “voluntariado” (pagado) para las cosechas. El pago que reciben no se deduce de pensiones y otras transferencias estatales. En pocos días se presentaron 150,000 personas. España extiende permisos de trabajo a la población migrante para tratar de mantenerla en el país, pero muchos de los marroquíes que normalmente trabajan en las cosechas quieren volver a su país, hasta el punto de pagarle dinero a la mafia. En Italia, donde se estima una caída de la producción agrícola del 35% (EFE)[73], también valoran ofrecer la regulación de personas inmigrantes no regularizadas, aunque con fuerte oposición de la derecha. Y países como Alemania y Gran Bretaña tomaron medidas muy controvertidas de vuelos charter para traer migrantes. En Alemania, el gobierno hizo una excepción al cierre de las fronteras para abril y mayo y dejó entrar 80,000 migrantes laborales de Europa del Este, para asegurar la cosecha de espárragos, conocido como el «oro blanco» [74]. Para América Latina, todavía no hay muchas proyecciones de la posible pérdida agrícola, pero sus efectos también se estarán sintiendo.
Por otro lado, las remesas constituyen una fuente de ingreso para muchas economías en América Latina. El aporte de las remesas al PIB en los países de la región latinoamericana varía mucho, desde el 0.1% para Brasil hasta un 33.6% para Haití[75]. Datos del Banco Mundial[76], demuestran que las remesas son claves para los países centroamericanos, origen de por lo menos 3.5 millones de inmigrantes en Estados Unidos. Estimaciones propias (conservadoras) sugieren que el 17.4% de la población de El Salvador vive en Estados Unidos, y las remesas que estas personas envían representaron en el 2019 el 20.8% del PIB. En Honduras este porcentaje es de 21.4%, mientras es del 13% para Guatemala y Nicaragua.
De la crisis financiera del 2008, sabemos que las contracciones económicas golpean fuerte la capacidad de mandar remesas, y que esto tiene efectos macroeconómicos serios para los países con un peso alto de las remesas en el PIB. La crisis del COVID19 implicará sin duda un golpe considerable a estos flujos de remesas, por los masivos despidos en EE.UU. y la contracción económica mundial. Las estimaciones más optimistas proyectan un decrecimiento de -1,8% para América Latina[77], lo cual afecta también a sistemas migratorios de larga trayectoria como el de Nicaragua-Costa Rica. Por supuesto, las personas que más sienten estos golpes son las familias que dependen de la recepción de remesas para sobrevivir, sus gastos corrientes y su protección social.
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Por ello, se modificarán y se intensificarán los flujos migratorios. De hecho, en países como la India[78] o Colombia[79], personas migrantes decidieron movilizarse hacia sus países o regiones de origen, en tanto donde viven tienen que pagar alquiler o servicios que ya no pueden alcanzar a costearse. En Costa Rica, las medidas sanitarias emitidas y la pérdida de trabajo de personas migrantes, incluso aquellas personas que tienen ya más de 10 años de residir en el país y que tienen un estado migratorio regular, ha implicado dificultades de mantener el estado migratorio regular y ha impulsado la migración de retorno, principalmente a Nicaragua (Montero 2020). Este desplazamiento implica un mayor riesgo de contagio.
La migración de retorno que se está viendo a corto plazo implica volver a lugares de los que por motivos socioeconómicos se salió en su momento. Es poco probable que los factores que hayan motivado esta decisión hayan mejorado. Es más, en regiones como el Triángulo Norte, la crisis del Covid-19 viene a acentuar las mismas condiciones de la falta de empleo y la violencia[80] que han hecho de la migración una estrategia de sobrevivencia para muchas familias. Lo que se esperaría, entonces, es una intensificación de la migración a mediano y largo plazo. Lamentablemente, ante la predicción de políticas migratorias más restrictivas y Estados más exclusivos, es muy probable que esta migración pase en condiciones irregulares y de mayor vulnerabilidad.
¿Utopía o desaliento?
El panorama de la crisis COVID19, del mazo y el baile, no es muy alentador y, así como el mismo virus, golpea a todos los grupos de la sociedad. Sin embargo, si el mazo cae pesado para todos y todas, para personas migrantes su golpe es desproporcionadamente fuerte. Asimismo, es probable que tropiecen más en el baile que sigue, puesto que las condiciones que tendrán para hacerlo no serán las mismas que antes ni equitativas con respecto a las personas nacionales.
La mayor vulnerabilidad de personas migrantes ante el contagio, la enfermedad y los efectos de las medidas para confrontar esta pandemia, implica un reto mundial. Las políticas deberían evitar la discriminación y buscar el acceso universal a los servicios de salud. Las barreras que inhiben el acceso a servicios de salud a personas migrantes ahora vuelven con un efecto búmeran que hace que la pandemia sea más difícil de controlar. La falta de integración en estos sistemas de salud, y en mercados laborales formales hace que muchas personas migrantes pasen por debajo del radar de las instituciones públicas.
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La crisis COVID19 no solo implicó un cierre de las fronteras, sino que también ha dado pie a una reivindicación del papel del Estado. Qué rumbo tome esta reivindicación, está por verse. Por un lado, podría implicar un quiebre con el pensamiento hegemónico neoliberal y abrir la agenda para discusiones sobre un resurgimiento de un Estado más activo, solidario y protector, con base en principios de universalismo y solidaridad. Por otro, podría implicar un resurgimiento de nacionalismos y Estados que fortalezcan su soberanía sobre el control de su territorio y la población, y podría implicar resistencia ante iniciativas de integración regional. La protección del interior de los países de «amenazas» externas mediante el cierre (parcial) prolongado de fronteras y el control migratorio estricto son algunas de estas medidas donde los Estados ejercen su soberanía. Sin que esto implique un freno importante a las migraciones, ya que las personas migrantes, ante la mayor vulnerabilidad y la necesidad de migrar, buscarán vías alternativas para pasar fronteras.
Un escenario, tal vez un tanto utópico, que podría surgir es que esta crisis nos deje constancia de la interconectividad económica, y la importancia de personas migrantes para mantener nuestros estilos de vida. También, se podría ver a las personas migrantes como una oportunidad para fortalecer los sistemas de protección social en el mundo, y no como una amenaza a su sostenibilidad financiera. Su incorporación formal y regularizada implica quitar barreras de acceso y abrir caminos de integración, que tienen un costo, pero su aporte directo e indirecto a las economías de países destino y de origen es mucho más elevado. Mejorar sus condiciones de integración podría mejorar también su capacidad de contribuir a sistemas de protección social. Y esta incorporación formal y regular, al mismo tiempo, permitiría a los Estados no solo tomar medidas más efectivas ante la actual pandemia, sino que también evitar, al menos parcialmente, la escasez de personas trabajadoras que se presentan en algunos mercados laborales claves ahora.
Otra vía posible -y lamentablemente más probable- es ignorar la importancia de los migrantes para nuestras economías, velar por el bien propio, intensificar discursos nacionalistas y alzar voces de chovinismo y de xenofobia.
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Las lecciones de la literatura sobre migración internacional y sobre el acceso a la protección social demuestran que, en tiempos normales, muchas personas migrantes viven en situaciones de alta vulnerabilidad y con barreras a protección social y laboral. Ante estos tiempos críticos, es probable que esta vulnerabilidad se vea intensificada, y es poco probable que los Estados, que ahora tienen que hacer más con menos recursos, pongan su inclusión como prioridad política a mediano plazo.
Urge una agenda de investigación en donde se preste especial atención al tema de las migraciones en tiempos de COVID19, los efectos del mazo y el baile para las personas migrantes, y a cómo la movilidad restringida pueda afectar a nuestras economías. También urge poner más sobre la mesa el aporte que hace la población migrante en nuestras sociedades, tanto cultural como económico. Y sobre todo urge una agenda de investigación que pueda informar la política pública sobre la importancia de la incorporación formal, regular y solidaria de personas migrantes en los sistemas de protección social y las economías, para estar mejor preparados ante crisis de este y cualquier tipo, en nuestro mundo interconectado.
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