El Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo tiene rango constitucional, de manera que su observación y desarrollo en la legislación ordinaria es obligación para los órganos del Estado. Pese a lo anterior, ante el proyecto neoliberal, sectores que ejercen legítima resistencia encontraron en el convenio un recurso para frenar abusos y despojos, pero, de manera simultánea, también para frenar inversiones que no necesariamente son generadoras de riesgo y que en otro contexto podrían ser necesarias.
Una línea de defensa o una trinchera pueden ser muchas cosas, pero no un camino. Y aquí hay un problema central porque no trascendemos la guerra de posiciones, donde solo hay un nosotros y una otredad negativa, donde solo hay un sí o un no para todo, desde el aborto o el matrimonio gay hasta el salario mínimo o el pago de impuestos. Sobra decir que las posiciones esencialistas abundan y que la incapacidad para discutir principios es casi la norma.
El Estado de Guatemala ratificó el Convenio 169 en la coyuntura de los acuerdos de paz. A diferencia de otros acuerdos, la materia del 169 tiene carácter constitucional desde su ratificación. Sin embargo, muy poco se ha avanzado en su implementación y, de hecho, el texto del acuerdo seguiría olvidado como muchos artículos de la Constitución Política salvo por un detalle: el 169 ha servido para frenar proyectos mineros contaminantes e hidroeléctricos en los territorios indígenas.
Pese a lo anterior, tampoco debemos practicar la ceguera selectiva satanizando la minería en general o la generación de energía limpia. En Ecuador, cuyo modelo social y económico es mucho más incluyente y eficiente, la actividad extractiva existe. Lo mismo ocurre en Bolivia, por citar dos ejemplos donde el neoliberalismo está siendo contenido y donde asimismo hay impactos ambientales, resistencia y conflicto.
¿Qué nos queda por hacer? Desde ciertos sectores que adversan el uso del territorio sin garantías ni beneficios para la población, el 169 es en este momento una trinchera. Esto puede atribuirse en buena medida a la parálisis del Estado para implementar el convenio en su conjunto.
Desde el sector empresarial organizado se percibe incertidumbre y deseos de poner orden en un campo que se le escapó de las manos, precisamente porque nunca ha apoyado un diálogo serio acerca de los derechos constitucionales, salvo cuando se ha tratado de proteger la propiedad privada. Entonces, desde 2016 el discurso empresarial se ha concentrado en la reglamentación de las consultas.
Durante el gobierno de Álvaro Colom se promovió un proyecto de reglamento que fue objeto de acciones de amparo y que al final quedó sin efecto. Pero ¿qué hay detrás del esfuerzo por reglamentar las consultas? Desde mi particular punto de vista, la reglamentación pretende, en esencia, cambiar la relación de fuerzas: con un reglamento, los grandes capitales tendrían un mapa político más confiable y una ruta para hacer incidencia y propaganda, comprar voluntades y, como en no pocos casos, corromper o intimidar a quienes se les enfrenten. Y, en esa guerra de posiciones, el rechazo al reglamento es una medida última de resistencia, que además busca proteger la integridad de activistas y de sus familias. No olvidemos que para ciertos grupos económicos la violencia sigue siendo una vía para proteger sus intereses.
En consecuencia, debemos abrir nuestro enfoque y retomar la discusión del Convenio 169 integralmente. Un diálogo orientado por principios, y no por posiciones, puede ser el punto de partida. Y solo entonces cabría la discusión de un reglamento de consultas, que además debe incorporar garantías para la población que está en franca desventaja. Lo anterior ya ha sido planteado por organizaciones populares con escasa difusión en los medios.
En suma, para este caso, la reglamentación de las consultas es el punto de ruptura entre dos visiones socioeconómicas. De esa cuenta, en lo relativo a la minería debería discutirse una reforma a la legislación que regula la materia. Mientras tanto, diversos sectores han recomendado una moratoria minera, la cual aliviaría algo de la conflictividad en tanto se discute una legislación acorde con las condiciones nacionales, que sea coherente con el combate de la corrupción. En otras áreas como el emplazamiento de hidroeléctricas es indispensable avanzar primero en la ley de aguas y en una legislación integral de ordenamiento territorial que contribuyan asimismo a regular la generación de riesgos. Es decir, crear reglas claras, pero no solo para el beneficio de un sector.
El Convenio 169 sobre pueblos indígenas y tribales es parte de nuestra legislación y tiene rango constitucional. Nos guste o no, debemos trascender las posiciones de trinchera y avanzar en un diálogo en el cual reconozcamos que la propiedad privada es un derecho que no puede estar por encima de la salud, el ambiente o la libertad de la gente de tener cierto control sobre sus vidas. De eso se trata la democracia.
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