La semana pasada, los presidentes de los poderes ejecutivo y legislativo protagonizaron una controversia, pues manifestaron posiciones contrarias en cuanto a las reformas a la Ley Electoral y de Partidos Políticos aprobadas por el Congreso. Si se analizan seria y desapasionadamente ambas posiciones, se encontrará que ambas tienen una cuota de razón, pero también de pecado. Si se acepta esta conclusión, pues es claro que la ciudadanía guatemalteca está en un dilema.
Por un lado, Taracena argumenta viabilidad desde la perspectiva de la técnica jurídica, es decir, que respetar lo que dice la Constitución vigente implica que no todas las reformas planteadas pueden aprobarse y que entre hacer lo que queramos y cumplir lo que dice la Carta Magna debe prevalecer lo segundo. Argumenta también, desde la perspectiva de lo políticamente viable, que lo aprobado fue resultado del proceso democrático de votación parlamentaria; que, resultado de ese proceso, no todas las propuestas fueron aprobadas; y que, pese a que no se incluyó todo lo propuesto, lo aprobado por el Congreso contiene avances importantes. Y así, al reconocer que es insuficiente, apunta a que es mejor avanzar con lo que se aprobó a no avanzar nada. Todos son argumentos atendibles y con una cuota de razón.
Pero la posición de Taracena causa rechazo porque se la percibe como la materialización de la vieja política, ya que limita y encuadra las aspiraciones ciudadanas a la Constitución vigente y a la forma tradicional del ejercicio del poder. Muchos ven en la argumentación del presidente del Congreso las argucias y los engaños de siempre, pues se sospecha que lo aprobado fue reducir al mínimo la reforma, que el Congreso lograría así desembarazarse de un compromiso incómodo y que, al lograr la sanción presidencial de lo aprobado, el tema de la reforma política quedaría sepultado, al igual que las aspiraciones ciudadanas de un cambio real y profundo.
Por otro lado, Morales apela al mandato del artículo 182 constitucional: debe representar la unidad nacional y velar por los intereses de toda la población. Así, su negativa a sancionar de inmediato la reforma aprobada la enmarca en la respuesta y la atención a los ciudadanos que se sienten defraudados por el Congreso, ya que no se aprobaron puntos sensibles como la no reelección y la reducción del número de diputados y las cuotas por género, entre otros. Morales declaró que, si la reforma es rechazada por la ciudadanía, la vetará y sugirió la posibilidad de que el Ejecutivo presente una propuesta nueva. Todos estos argumentos también son atendibles y tienen una cuota de razón.
Pero la posición de Morales también causa rechazo porque es abiertamente populista al ignorar el rigor jurídico de lo que dice la Constitución, y su propuesta levanta sospechas en cuanto a que pueda responder a intereses espurios. Uno de los avances más importantes que se lograrían es que el TSE controle la pauta publicitaria para propaganda política, algo que ciertamente toca intereses oscuros como los del mexicano Ángel González. Y luego, por supuesto, no hay garantía de que una propuesta del Ejecutivo mejore lo aprobado por el Congreso. Y de hecho se percibe que, con la opacidad que caracteriza a Morales, el riesgo de retroceso sea aún mayor.
Romper este dilema no es fácil, ya que se desconfía de ambos políticos. Sin la ciudadanía activa en la plaza, ¿cómo terminará el que quizá sea el más importante de los procesos de reforma en discusión?
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