«Veni, vidi, vici y luego me fui», debió de ser su lema, pues, tras dejar por aquí el fruto de sus sesos, nunca más se supo de él (aunque luego han aparecido otros foristas cuyos nombres también evocan a pensadores famosos y líderes históricos). Juan Jacobo Rousseau, el comentarista del que hablo, describió la sociedad guatemalteca de una forma muy convincente.
Él propone tres estratos o castas que bailan entre sí y alrededor del poder, aportando cada una lo suyo. En su análisis, primero están los tradicionales, compuestos por las fortunas añejas y las élites culturizadas del país. Luego están los emergentes, un estrato formado por patrimonios y liderazgos sin tantos años detrás, pero con gran presencia y dinamismo en las instituciones a las que deben su origen (partidos políticos, Ejército, academia, medios, Iglesia, etcétera). Finalmente están los sectores populares (o sea, todos los demás), el guatemalteco de a pie.
De esta sencilla clasificación se desprende mucho. Dice el comentarista (y en esto reside la esencia de su aporte) que cada casta tiene potencialidades y carencias inherentes y que el ejercicio del poder requiere de una alianza entre al menos dos de ellas. Los últimos tres gobiernos ilustran su punto:
Resulta tan potente esta clasificación que incluso podemos elaborar una ficha para cada casta como si del perfil de un signo zodiacal se tratara:
En síntesis, Rousseau (el comentarista) nos pinta una sociedad encabezada por una pequeña élite con reclamos legítimos sobre la riqueza y el liderazgo nacional, pero incapaz, por su reducido número, de ejercer dicho liderazgo por sí misma, por lo que depende de otra élite de operadores y funcionarios que se han formado en las instituciones y las conocen mejor. Esto da origen a dos élites muy distintas: una más apta para ejercer el poder tras bambalinas y otra para ostentar la autoridad formal, una cuyas ambiciones se ven limitadas por no poder meter las manos hasta donde quisiera y otra por no poder justificar las medidas que le favorecen. Ambas, en todo caso, dependen del trabajo de la gran mayoría (esta, sin duda, la casta más legítima), un sector, sin embargo, obligado por las instituciones a escoger una élite a la cual alimentar.
Puede decirse mucho más del análisis de Juan Jacobo. A mí me gusta, pero lo encuentro muy rígido. Le haría falta explicar los flujos de grupos entre distintas castas o cómo un mismo grupo puede desempeñar simultáneamente funciones de dos castas o incluso de las tres.
Porque (por citar un ejemplo de actualidad) está el caso del Pollo Ronco. En su día, don Pollo (encaramado en la presidencia) empuñaba el blasón contra las cúpulas tradicionales. Hoy ya casi ni se le ve, pues además tuvo la fortuna de que la justicia detuviera ese mal encaminado impulso suyo de querer regresar al Congreso. Pero hoy es más hegemónico de lo que él mismo pudo haberse imaginado.
Mientras la agenda anticorrupción es administrada por funcionarios no tan lejanos de su eferregismo, son también cuadros de su gobierno los que la comentan en la prensa. ¿Alguien recuerda que la idea misma de la Cicig surgió de su gabinete? Qué extraño resulta, además, que, en cuanto a políticas públicas, discurramos hoy por las avenidas que marcaron su presidencia: impuestos, salarios mínimos y aranceles.
Pollo Ronco solía tener un fabuloso rival en la política: un señor de cabellos rubios y de antiguo linaje. Pero ¡qué mal la pasa por estos días! Sin operadores eficaces a escala nacional, asediado por la prensa y por la justicia y con sus más brillantes partidarios en el silencio, a este otro señor no le queda más que atornillarse en las formas y en los privilegios del cargo cual élite advenediza recién estrenada.
En su rancho oriental, el Pollo lo ve de lejos y mantiene pulcras sus alas. El capital cultural y su magnetismo seductor, el boleto al palco oculto detrás del trono, están firmemente dentro de sus dominios. ¡Qué falta le hizo a Rousseau ver que hay algunos que pasan de zope a gavilán! O, mejor dicho, de pollo a gallo.
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