Piense por un momento como accionista de un gran proyecto. Esa empresa necesita de financiamiento. Necesita de talentos, de recursos humanos con buenas calificaciones en habilidades y condiciones de vida que le permitan a cada quien sacar su mejor versión como ser humano. Un proyecto del que usted también es dueño y, por consiguiente, de cuyo éxito o fracaso usted es corresponsable.
Ese gran proyecto también requiere que sus ecosistemas sociales, naturales y culturales funcionen bien y no se destruyan conforme se van utilizando. Es decir, debe ser sostenible en el tiempo. La riqueza que heredó usted al haber nacido en una tierra con tanta diversidad cultural y natural debe ser protegida y cuidada de tal forma que no se destruya su capacidad de producir bienestar en el futuro. Piense como si usted hubiese heredado una cuenta con miles de dólares en el banco. Usted puede gastar ese dinero y eventualmente agotarlo hasta que no tenga nada, o bien puede invertirlo de tal forma que pueda reutilizarse en el tiempo sin depreciarlo o comprometerlo en el largo plazo.
Así las cosas, esa riqueza que hemos heredado quienes compartimos la nacionalidad guatemalteca no necesariamente se expresa solo en dinero, sino también en biodiversidad, en ecosistemas vivos, en la sabiduría milenaria de diversos pueblos y etnias que conviven dentro de las mismas fronteras dibujadas políticamente. ¿Podemos entender esa riqueza como propiedad común, de la que todas y todos somos dueños, cuyos beneficios disfrutamos todos y todas cuando es cuidada o cuyas consecuencias negativas sufrimos todas y todos cuando es destruida o maltratada?
Vernos como miembros de una realidad más grande que el metro cuadrado que nos rodea es fundamental para construir ese gran proyecto llamado Guatemala. Ver a quien va manejando en el auto al lado nuestro con empatía, y no con temor. Ver a quien va sentado en el bus como nuestra conciudadana, y no como nuestra enemiga. Que podamos ver con admiración tanto a quien tuvo éxito en su empresa como a quien trabaja en el campo su cuerda de tierra. Que podamos reconocernos en la persona que toma decisiones públicas en el Gobierno o en quien vive debajo de la línea de pobreza porque puede ser nuestra vecina, nuestro pariente o nosotros mismos.
Así como sufrimos de las consecuencias nefastas de vivir en una sociedad malnutrida, poco y mal educada, ingenua, acrítica, y donde los individuos subsisten debajo de su potencial humano, también podemos gozar de los beneficios de convivir en una nación donde cada persona tenga a su alcance las herramientas mínimas que le permitan sacar lo mejor de sí en un ambiente de cohesión, de armonía, de humanidad y de compasión. La diferencia tiene mucho que ver con cómo nos vemos a nosotros mismos, al resto de la ciudadanía y los ecosistemas naturales, culturales y sociales que componen la realidad de la nación (e incluso de la gran aldea global).
Para ser justa, la responsabilidad social de cada uno de nosotros debe enfocarse en lo que podemos aportar a los demás versus lo que necesitamos de otros al construir nación. Es decir, que quienes podemos invertir un poco más en mejorar la gran realidad de este proyecto nacional lo hagamos marginalmente, según nuestras posibilidades. Que quienes necesiten recibir más lo reciban de esa misma comunidad en que todos interactuamos y coincidimos incluso sin conocernos. De eso se trata vivir en comunidad. De eso se trata construir ese proyecto común que llamamos nación.
En este contexto, las instituciones juegan un papel fundamental. La administración pública no tendrá que mendigar a unos cuantos grandes acaparadores para funcionar, y quienes trabajan en ese sector buscarán administrar esos recursos a su alcance para que el país funcione, pues a la larga será para beneficio de ellos mismos. Las instituciones públicas serán las que canalicen los recursos humanos, financieros y físicos que la misma ciudadanía ceda para la construcción de ese gran proyecto de nación en beneficio común. La ciudadanía participa en el proceso de toma de decisiones, fiscalización y financiamiento a través de impuestos e incluso de servicios productivos que representen ingresos a la administración pública. Hoy por hoy, algunos servicios son privatizados y se pierde la oportunidad de que las ganancias que se concentran en pocas manos privadas sean distribuidas en bienes públicos necesarios para la dotación de herramientas a quienes nacen sin acceso a ellos (educación, salud, acceso a vivienda digna, agua potable, caminos y carreteras, electricidad, etcétera).
He aquí otra forma de entendernos como país, como nación: todos somos accionistas de ese gran proyecto llamado Guatemala. Podemos generar utilidades sociales y de bienestar si invertimos en nuestra propia gente, en nuestra biodiversidad y en nuestra nación. ¡En lo que representa nuestro concepto de nación! Pero también podemos ignorar y seguir encerrándonos en islas de individualismo que resultan ser burbujas de fantasía que permanentemente explotan por la misma presión externa de un proyecto fracasado que no queremos ver.
Así las cosas, tenemos en nuestras manos el rumbo de ese proyecto llamado Guatemala si nos proponemos cambiar el paradigma del «me salvo yo mientras tú te hundes» por el de «nos salvamos juntos o nos hundimos todos». Hoy es un buen día para hacerlo.
Más de este autor