En los años 1990 era común hablar de desastres naturales. Hoy en día sabemos que los desastres son eventos sociales y que la vulnerabilidad es un factor clave en la construcción de riesgos diferenciados. En esa época ocurrió también un intenso reciclaje de discursos en torno al riesgo, la vulnerabilidad y el carácter antrópico de los desastres. El discurso se enfocó en la necesidad de reducir la vulnerabilidad a través de procesos legislativos, desarrollo institucional, regulación, educación y otras acciones que en pocas ocasiones llegaron a cuestionar el modelo de acumulación neoliberal.
En ese marco, instituciones como la Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres (Conred) incorporaron la vulnerabilidad como un instrumento teórico para el estudio y la reducción del riesgo. La vulnerabilidad, entonces, como problematización, era un tema central, aunque incómodo porque del debate tarde o temprano emergía esa noción odiosa para las élites económicas, la pobreza, como recordatorio de procesos de acumulación e injusticia social.
En la actualidad, la palabra de moda en el mundo de las emergencias y los desastres ya no es la vulnerabilidad. El concepto que ocupa la mente global y local es otro: la resiliencia, importada de la psicología, en la cual se expresa en una estructura de conocimiento científico[1].
Para la psicología, una persona es resiliente en tanto logra adaptarse a los problemas de su entorno, aprender de esas experiencias y salir de las adversidades con más fortaleza y conocimiento. La resiliencia, asimismo, está vinculada a las condiciones materiales de cada persona, aunque la educación puede contribuir a cultivar ciertos rasgos como la capacidad de introspección, el sentido del humor y la empatía, así como ciertas habilidades interpersonales claves para la vida, para superar un duelo o para resolver problemas cotidianos.
En esa lógica, para el nivel social la resiliencia es una capacidad, una condición que puede ser potenciada, y como noción opuesta a la vulnerabilidad resulta conveniente para evitar la excesiva problematización y visibilización de brechas sociales.
El neoliberalismo hegemónico, por su parte, tiende a privilegiar los enfoques asépticos, acríticos y ahistóricos, en los cuales la resiliencia en no pocas ocasiones ha servido para presentar retos nacionales o locales en un lenguaje cargado de positivismo y se conjugan nuevos términos como gestión reactiva, prospectiva, correctiva y, más recientemente, orientada a transferir riesgos, pero no en un concepto solidario de seguridad social, sino en clave de mercado, a través del negocio de los seguros.
Si la gestión de riesgos ya era un campo hegemonizado por el neoliberalismo tanto en Guatemala como en otros países, la nueva terminología podría estar jugando un importante rol en invertir un enfoque problematizador y crítico y sustituirlo por un código aséptico, motivador, políticamente correcto y articulado desde el marco de Sendai hasta el quehacer cotidiano y local de oenegés e instituciones oficiales.
El nuevo enfoque para construir resiliencia no invisibiliza del todo la vulnerabilidad, pero la coloca en un segundo plano. Los próximos años nos dirán si esta tendencia se profundiza invisibilizando problemas estructurales. Personalmente creo que la gravedad de nuestros problemas terminará abriendo espacios para disputar el uso de conceptos. Mientras tanto, Guatemala continuará siendo uno de los países más vulnerables y excluyentes del planeta, aunque a muchas personas les incomode reconocerlo.
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[1] Nótese que el concepto de resiliencia se emplea para caracterizar una propiedad de ciertos metales capaces de recuperar su forma original. De aquí fue tomado para la psicología.
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