Y digo obligado porque a mis 26 años me interesaba el fundamento epistemológico de la filosofía. Quería saber si a una proposición filosófica se le podría aplicar un criterio de verdad, así como explícitamente lo hacemos con las proposiciones de carácter científico.
Esto me llevó a estudiar el principio de demarcación entre ciencia y metafísica, tema que Inmanuel Kant postuló en el siglo XVIII y que Popper tomó como punto de partida para su filosofía. Entre otras cosas de carácter epistemológico, a Popper le debo el encuentro con John Stuart Mill, mi preferido como pensador liberal. Pero Popper también me permitió entender que una sociedad es libre solo si afronta sus miedos radicados en los prejuicios, si falsifica permanentemente sus verdades, si piensa que las aspiraciones morales —como imperativos colectivos— deben revisarse continuamente para que no se conviertan en pretextos para llevar a la hoguera a los que no piensan como nosotros. En pocas palabras, asumir en la vida cotidiana el principio de que la verdad no es estática y de que nuestro modo de entender y vivir la vida no necesariamente es el mejor modo de vida para los demás, por lo que debemos respetar y promover la diferencia de opiniones y de modos de vida. Por ello, veritas temporis filia est, ‘la verdad es hija del tiempo’.
Pero ¿cómo llega Popper a estas afirmaciones? En esto se inspira en John Stuart Mill. Según este pensador inglés del siglo XIX, existe una tiranía para la cual el sistema democrático pareciera no tener remedio: la tiranía de la opinión de la mayoría.
En términos de alternancia del poder, la sociedad democrática tiene garantizado de alguna manera el remedio para quien pretenda el poder absoluto: se lo vence en las elecciones a través del voto de la mayoría. En estos términos, la mayoría se define como la mitad más uno, de tal manera que lo que hoy puede parecer tiránico por su pretensión en una siguiente elección quedaría probablemente en minoría y así desaparecería el riesgo. Claro, en el contexto de la sociedad de la Inglaterra victoriana esto resultó un procedimiento efectivo. Para Mill, este es un análisis simple, sobre todo si observamos que, durante los últimos 100 años, muchas sociedades con democracias formales terminaron en regímenes dictatoriales, ya que una mayoría les otorgó el poder a grupos que se perpetuaron en él.
Ahora bien, ¿qué es la tiranía de la opinión de la mayoría? Esta no es más que la creencia generalizada de que la opinión de la mayoría en una sociedad es verdadera para todos y de que esta regularmente constituye el fundamento para la exigencias normativas de quienes la compartan y, por extensión, al ser creencia de la mayoría, incluso de quienes no lo hagan. Estas opiniones no son proposiciones científicas, es decir, no han pasado por el tamiz de la comprobación de su contenido.
Si bien existe la verdad, esta solo puede ser expresada a través de proporciones que digan algo del mundo, de las cosas y de las personas (al menos para fines de la vida en sociedad). Es decir, lo que decimos a los otros supone un valor de verdad, y lo que escuchamos de los otros lo damos por verdadero. A no ser que mintamos, caso en el cual el que escucha lo supone verdadero o simplemente lo rechaza. A no ser que estemos equivocados, es decir, que nuestras proposiciones no sean verdaderas y que no lo sepamos ni nosotros ni, en algunos casos, los que nos escuchan.
¿Qué hacemos con esto? Popper postula su racionalismo crítico.
Cada uno de nosotros está destinado a cometer errores no solo al referirnos al mundo a través de una proposición, sino en nuestra conducta en relación con otros seres humanos. Opinión y modo de vida son coincidentes en el comportamiento individual y colectivo, ya que difícilmente actuamos pensando que la base cognitiva que le da sentido a lo que hacemos sea falsa, a no ser que optemos por la mentira y la hipocresía, que, si bien es posible, no resulta práctico para nuestro propio beneficio.
Ahora bien, hay tres formas de descubrir que hemos cometido un error: 1) cada uno lo hace por sí mismo, 2) otros nos lo hacen ver o 3) cada uno lo hace con la ayuda de otro. Esto significa que la vía para evidenciar nuestro error será, en gran medida, el encuentro con los otros. Esto implica que en el diálogo se hace posible el descubrimiento de nuestros errores. De esto se evidencia la necesidad de construir espacios permanentes de revisión de nuestras conocimiento del mundo y ver de ese modo si nuestra afirmaciones —que constituyen la base de nuestro modo de vida— se falsifican. Estar dispuestos a percatarnos de que cometemos errores y de que nuestra afirmaciones pueden contenerlos no solo nos permite ensayar nuevas alternativas —y con esto mejorar nuestras posibilidades de una mejor existencia—, sino nos vuelve más tolerantes con aquellos que no comparten nuestra manera de ver el mundo y con ello emprendemos una búsqueda no violenta de los puntos coincidentes que nos permiten a todos construir una mejor sociedad. Se puede decir entonces que lo mejor para la vida social es considerar que la verdad es hija del tiempo.
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