Ahora suponga un grupo mayor, 150 personas. La cosa se complica, pero es factible. Los primeros se organizan. Deciden por consenso o por el sagrado principio de que «el que tiene más saliva traga más pinol»: algunos mandan por su capacidad de convencer o porque nadie les gana a las trompadas. Como todos se conocen, no es difícil estar al tanto de la organización de la comunidad, pues nadie olvida quién resolvió el último problema o quién pega más duro.
El lío empieza cuando el grupo es mayor y no nos conocemos. Digamos 16 millones de habitantes de la República del Banano. ¿Cómo ponerse de acuerdo? Harari[1] dice que los humanos resolvimos el asunto contando cuentos. Armar historias que creemos entre todos permite coordinar grupos inmensos. Contar que «había una vez dioses en los ríos y en las montañas» hace pensar dos veces al planificar una cacería. Más tarde, «había una vez un dios todopoderoso que mandaba no comer carne el viernes» sirvió para vender mucho pescado sin tener que dar trompadas, ya que todos lo creyeron.
El Estado democrático también es una de tales historias. Genial invento europeo, permitió coordinar números gigantescos en vez de andar cada feudo en lo suyo. El cuento dice así: «Gracias a los griegos aprendimos que todos somos iguales, que todos participamos de la polis, y por ello tenemos iguales derechos y obligaciones ricos y pobres, buenos y malos». Si todos lo creemos, podemos caminar en la misma dirección así seamos ricos, pobres, buenos o malos.
El detalle —bien dicen que Dios y también el diablo están en los detalles— es determinar quién es el nosotros del Estado, quiénes podemos participar en la polis. En el Norte global, ampliar la ciudadanía ha sido la lucha de la democracia liberal en los tres siglos desde que se inventó: primero hombres blancos, luego hombres en general. Va, pues. Que entren las mujeres. ¿Los negros? OK. Y así sucesivamente.
En estas tierras sufridas es igual, pero peor. Porque la historia repetida mil veces —desde el púlpito y en la prensa, con Twitter y en el hogar— es que solo algunos, muy pocos, somos el nosotros del Estado, los que decidimos. La polis es de muy pocos. Y los demás son cosas.
Entender esto aclara mucho. Aquí el Estado se organiza para servir a esos pocos y para ello administra los recursos con que cuenta. Nomás hace lo suyo, dispone de objetos —edificios y tierras—, pero también de la vida entera de los que no considera parte de él. Así sea enterrar 9 000 pollos vivos, envenenar perros callejeros o —llego al fin al punto— encerrar niñas pobres en un infierno.
Entender esto aclara cómo puede haber gente un día rasgándose la ropa por el aborto de una niña violada y al día siguiente criticando cuando ve llorar a la madre de esa misma niña ahora calcinada. Porque para ellos el asunto no es de empatía con un igual, sino de control de recursos. Aquí la polis no es de todas y de todos, sino del que da las trompadas más grandes.
Entienda: en esta historia atroz que llamamos Guatemala no todos somos Estado porque no todos somos ciudadanos plenos. Algunos, muy pocos, somos Estado. Los demás somos cosas. Las mujeres y su útero son cosas, los indígenas y su derecho son cosas, las niñas pobres son cosas. Y a las cosas no se las quiere ni se las comprende, sino que se las controla.
Por eso, sí, #FueElEstado, pero no, no todos somos el Estado. Porque aquí solo algunos participan, deciden, mandan y controlan. Por eso algunos —esos que hoy evaden responsabilidades funcionarias, que repiten nuestra mala historia y se benefician de ella, que una y otra vez apuestan al mal— se empeñan en su prédica dura, exculpatoria. Porque no piensan pedir perdón a las cosas.
Por eso los lutos y las vigilias están bien. Pero lo que necesitamos hoy es retar al Estado. A ese cuyo deber es «garantizarles a los habitantes de la república la vida, la libertad, la justicia, la seguridad, la paz y el desarrollo integral de la persona», pero que ahora dejó morir horriblemente a decenas de sus hijas. Necesitamos que confirme que todos somos ciudadanos. Necesitamos retarlo judicialmente para que cumpla sus promesas. Abogados, ciudadanos, ¿quién se apunta?
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[1] Harari, Y. N. (2014). Sapiens: de animales a dioses. Debate.
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