Hace poco menos de cuatro años acá escribí una columna que se titulaba Los derechos de los presos, en la cual reconocía de entrada que pocas cosas son tan controversiales y polémicas como los derechos de los criminales, los malos de la sociedad. Controversia y polémica que, me parece, alcanzan un máximo cuando se piensa en los derechos de Byron Lima Oliva en el sentido de que hasta él, en efecto, tenía derecho a la vida, entre otros.
Lima Oliva es el ejemplo prototípico de los militares guatemaltecos anticomunistas corruptos y criminales. Como ninguno otro de este grupo, a lo largo de su vida demostró un desprecio reiterado por las leyes y por los derechos humanos. Fue condenado por su participación en el asesinato de monseñor Gerardi, lo cual, al parecer, nunca le provocó ni el más mínimo cargo de conciencia. Llegó a convertirse en una suerte de capo de la mafia carcelaria guatemalteca y, sin duda, para muchos fue un monstruo antisocial, uno de los peores productos del Ejército de Guatemala.
Pero quienes creemos en los derechos humanos y ponemos nuestro grano de arena para defenderlos debemos asumir la ardua y profundamente impopular tarea de sostener que hasta este monstruo tenía derechos. Sus crímenes ciertamente fueron muy graves y deben ser castigados conforme a la ley, no con la comisión de otro crimen. Pero ni siquiera la forma en que Lima se burló de la ley y de nuestro precario sistema de administración de justicia, gozando de privilegios y granjerías excesivas dentro de la cárcel, justifica castigarlo con la comisión de otro crimen. Pretender ver la forma en que Lima fue asesinado como un acto de justicia es aberrante, pero sobre todo peligroso.
No siento pena ni duelo por su muerte. Pero tampoco siento alegría. Al contrario, me causa preocupación porque, por un lado, demuestra la existencia y el funcionamiento efectivo de poderes paralelos, muy bien estructurados y con capacidad de perpetrar crímenes de manera impune. También demuestra que en realidad es poco lo que ha cambiado. Y que esta demostración de poder violento y criminal haya provenido del poder político actual es un riesgo real que no hay que perder de vista.
Y por otro lado, el asesinato de Lima debe preocuparnos en tanto se lo perciba como un acto de justicia. Esta percepción implicaría la continuidad en Guatemala de un menosprecio profundo de los derechos humanos y, con ello, la aceleración del círculo vicioso de la violencia y de la impunidad, de la denominada cultura de violencia. Nos empujaría a la incapacidad total para distinguir entre justicia y venganza.
Al igual que con otros casos de alto impacto, la Cicig y el Ministerio Público deben investigar este crimen y poner a disposición de los tribunales de justicia a todos los involucrados, desde los autores materiales hasta los intelectuales. Este esfuerzo es imperativo, ya que solo así se podrá, por un lado, descubrir la estructura de poder paralelo que actuó y, por otro, frenar el círculo vicioso de violencia e impunidad.
Guatemala necesita con urgencia ver funcionar bien una vez más su sistema de justicia. Debe comprender que tan malo es que Lima gozara de privilegios excesivos como que haya sido asesinado, así como que nadie es tan poderoso como para actuar al margen de la ley con impunidad para asesinar a alguien, sin importar si se trata de un monstruo como Byron Lima.
Guatemala necesita motivos para creer, quizá por primera vez, en la validez y la legitimidad de los derechos humanos.
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