En este no aprendizaje hay dos categorías: la personal y aquella que corresponde al Estado.
Veamos el nivel personal. Como una pequeña muestra, ¿en cuántos hogares tenemos localizados los llamados espacios vitales en caso de un terremoto? Conste que para ello no se precisa tener construcciones costosas ni de lujo. Es cuestión únicamente de localizar las zonas de mayor seguridad.
En cuanto al nivel estatal, los desastres tienen muchas caudas. Entre otras, siempre desnudan a los Estados y a sus gobiernos. Los nuestros no han sido la excepción. Los retratan tal cual son: poco previsores, sin capacidad de respuesta inmediata y con poco juicio para reaccionar eficazmente en momentos de crisis.
Históricamente, entre los días 10 y 11 de septiembre de 1541, la primera ciudad de Guatemala, en el valle de Almolonga, fue destruida por un deslave similar o peor al acaecido en El Cambray II, de Santa Catarina Pinula. Han pasado poco más de 400 años, y en nuestro país tales sucesos siguen ocurriendo con el mismo grado de letalidad.
Los gobiernos de Mariano Gálvez y Rafael Carrera tuvieron, entre los fundamentos de su colapso, la impronta de las epidemias de cólera morbus, que incluso segaron la vida de la esposa de Carrera. Ha pasado centuria y media desde aquellas, y en Guatemala los brotes de chikunguña, paludismo y dengue nos siguen diezmando como si los avances de la ciencia y la tecnología jamás hubiesen llegado a nuestro país.
El 5 de los corrientes se cumplió una década del golpazo de la tormenta Stan, y a la fecha no se tiene número exacto de viviendas destruidas, víctimas fatales y personas afectadas. Un deslave sobre la aldea Panabaj, de Sololá, provocó más de 200 muertos, y todavía hay estructuras por reconstruir. Las carreteras y el puente sobre el río Suchiate quedaron completamente habilitados hasta tres años después.
¿Por qué semejante monotonía de la muerte?
A ojos vistas, sin perjuicio de raíces más profundas, las causas y consecuencias de un desastre nos vienen guangas. Un período de dolor y una descolorida protesta después del impacto es suficiente para calmar conciencias y distraer la mente. La fase de prevención del siguiente suceso queda en papel y letra muerta. ¿O acaso no estamos —solo— esperando el próximo terremoto?
Los desastres tienen —entre otras causas— la irracional manipulación del medio ambiente. Su basa: actividades humanas que, lejos de originarse en el opus humanum (el trabajo del ser humano y para el ser humano), provienen del opus servile (el trabajo servil) fomentado por la inhabilidad de los grupos políticos que llegan a copar los poderes del Estado y los Gobiernos municipales.
Ese infeliz contexto implica que cada traspié del opus servile cobre cientos de vidas. Así las cosas, El Cambray II es el prototipo del desastre que no debió haber sucedido. Mala organización del asentamiento, ausencia completa de medidas de seguridad y carencia de planes para afrontar una emergencia.
En el entretanto, se ha sabido que en nuestro país la cifra escamoteada al fisco por medio del contrabando y el fraude aduanero —entre los años 2012 y 2015— ronda la cantidad de 14 millardos. ¡Por Dios! ¿Puede imaginar usted acaso 14 000 millones de quetzales juntos? A mí me cuesta. Pero ¿podemos imaginar siquiera cuántos sucesos similares a lo acontecido en Santa Catarina Pinula podrían evitarse en el futuro si ese dinero fuese recuperado?
Pero no. En Guatemala, «al señor ladrón hay que decirle don».
De la calamidad acaecida en El Cambray II nos queda como ejemplo a seguir la abnegación de bomberos, socorristas, rescatistas voluntarios y miles de personas más que con su solidaridad demostraron que el opus humanum sí es posible. De tal manera, seguro estoy, la repetición de la muerte se puede echar abajo. Así, aunque tengamos nuestros pies doloridos y nuestros corazones lastimados, por Guatemala y por nosotros mismos, ¡a retomar el camino!
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