Manual de sobrevivencia
Manual de sobrevivencia
«Nadie nace sabiendo», nos han dicho siempre las abuelas. Estoy sentada en una mesa de madera en el jardín de mi casa. No puedo estar ya sentada frente a mi escritorio como acostumbro a hacerlo. Primero, porque escucho las voces de mis hijos en sus espacios de estudio —una se ha apropiado ya del mío— y no puedo concentrarme. Segundo, porque ya no puedo estar adentro sabiendo que mi celular está en alguna parte, acechando o tentándome.
Quité las plataformas de las redes sociales del celular. El próximo paso será desactivar el WhatsApp. No nacemos sabiendo, es cierto; pero queremos enterarnos de todo, sospechando de entrada que no será un informe completo, sino que ante nosotros tenemos solamente las piezas de un rompecabezas por completar.
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Se me agotaron las novelas y retomo las lecturas hechas. Ayer mismo volví a abrir Los Girasoles Ciegos, de Alberto Méndez, no sé por qué busqué ese libro en particular. Ayer no lo sabía. Hoy lo sé. No, no nacemos sabiendo. Busqué ese libro porque quería encontrar una frase de un muchacho preso en alguna cárcel española. Es una frase acerca de aquella sensación sobre el tiempo que transcurre tan lentamente que, por paradójico que suene, precipita o acelera los hechos. Ésa es la atmósfera que siento desde que, confinados en casa, imaginamos distintos escenarios sobre el COVID19 y Guatemala.
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Entre la desinformación, los rumores y las teorías conspiracionistas, prefiero preguntar a los expertos sobre estos temas. En mi caso, sólo tengo que voltear hacia el lado y hablarle a mis hermanos y a mi hermana —por teléfono, se entiende—. Despejan mis dudas aunque sé que hay muchas variables y aún desconocemos cómo nos afectarán. «La desigualdad, la desigualdad, la desigualdad», martillamos una y otra vez, los científicos sociales. Nadie puede ignorarlo: nuestra sociedad es estructuralmente desigual con una población golpeada históricamente por la exclusión.
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Desde la comodidad de la silla y la mesa de mi jardín, con una taza de té de lavanda a mi lado, escribo, sin saber. O sabiendo apenas. Me decía ayer un amigo y mentor, desde Totonicapán, al preguntarle cómo estaban en Santa María Chiquimula: «Nos cuesta, pero hasta ahora no ha pasado nada».
Hasta ahora.
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Nuestro manual de sobrevivencia nos dicta detener el tiempo. Hacerlo menos invasivo. No volver a lo de antes, sino, como me dijo mi hija esta mañana, «quiero salirme del tiempo».
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Y, entonces, F. agarra su moto a sus ochenta y pico años para sentir el viento en el rostro antes de refugiarse en su biblioteca. Entonces M., de camino a su estudio –algunos no pueden darse el lujo de parar aunque hagan todo lo posible por permanecer sin contacto con los demás—, le da jalón a un viejito que caminaba solo por la calle en dirección a su puesto de trabajo. Camina kilómetros sin garantías de nada, absolutamente nada. Entonces L. me envía un poema desde México. Entonces C. me escribe desde otras latitudes con palabras de aliento y fotografías distópicas. Entonces M. me envía un artículo de un epidemiólogo noruego. Entonces A. me comparte LA CUERDA en digital. Entonces A, P, C, E, G y yo, nos damos cita en la noche por medio de una app de reuniones virtuales. Entonces, con M, vemos una película al mismo tiempo y la comentamos luego, virtualmente. Entonces nos hablamos a diario, tejiendo una red de voces cercanas al corazón. Entonces, con los abuelos, nos «skypeamos» en las cenas. Entonces bailo «Yo no sé mañana» con K, la del espejo. Entonces preparamos el desayuno con ellos, T y C. Entonces imaginamos que vamos en bicicleta los tres. O los cuatro. O los cinco o los seis o todos los que podamos ser.
Y sólo entonces entiendo lo que buscaba en Los Girasoles Ciegos.
Llevamos todos en la mirada la cicatriz de la añoranza. Una añoranza futura, pero añoranza, al fin.
«Seguimos vivos, el lenguaje de nuestros sueños es cada vez más asequible».
Alberto Méndez, gracias.
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