Me pregunté si acaso el mal se había ido y nadie me había avisado. Vi gente en todas partes. Vi cubrebocas en todas partes, en la barbilla, en la cabeza, en las orejas, en las manos, en las bolsas de los pantalones, en los codos, en el cuello, incluso en la boca. No debí haber salido, me repetía a mí misma mientras intentaba volver lo más rápido posible al búnker donde me estaba cuidando de aparentemente nada.
Este país siempre ha sido el miedo de no volver a casa cuando se sale, pero ...
Me pregunté si acaso el mal se había ido y nadie me había avisado. Vi gente en todas partes. Vi cubrebocas en todas partes, en la barbilla, en la cabeza, en las orejas, en las manos, en las bolsas de los pantalones, en los codos, en el cuello, incluso en la boca. No debí haber salido, me repetía a mí misma mientras intentaba volver lo más rápido posible al búnker donde me estaba cuidando de aparentemente nada.
Este país siempre ha sido el miedo de no volver a casa cuando se sale, pero ahora, por lo menos para mí, es también el miedo de volver a ver las heridas por donde la sociedad se desangra incesante.
Vi gente en todas partes y sin embargo una voz en mi cabeza me recordaba que ahora somos menos y que probablemente aún quedan los peores. Y también están afuera. Porque no hay encierro para los que mantienen las heridas de este país abiertas.
Me apresuraba de regreso al privilegio en que me refugio cuando vi pasar a quienes nunca han tenido adónde ir, y una incomodidad enorme me obligó a cerrar los ojos y a fruncir el ceño brevemente mientras deseaba que nadie tuviera que sacrificar el cuerpo para mantenerlo vivo. Me alejé de ese pensamiento y de todos los demás pensamientos porque mi propio aire dentro del cubrebocas me estaba sofocando. Entonces lo bajé por un momento y respiré profundamente por la nariz y volví a ponérmelo de inmediato. No debí haber salido, me repetía a mí misma mientras intentaba no desplomarme a causa del peso que el mundo me había puesto encima durante el poco tiempo que llevaba afuera.
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La falta de aire me estaba provocando una sensación asqueante, como la que sentí el otro día cuando escuche a alguien decir: «Sí, la gente se está muriendo, pero life must go on». Entonces levanté la vista y vi a un bebé que lloraba inconsolable y que llevaba puesto un cubrebocas pequeñito. Y la madre decía «tiene hambre» mientras daba golpecitos en las ventanas de algunos carros que estaban detenidos a causa del tráfico, que parecía eterno, y yo quería llorar como lloraba el niño porque los responsables de que ese niño tenga hambre están afuera y no hay encierro para los que mantienen abiertas las heridas de este país. Quise darle a esa madre todo lo que tenía para que alimentara al niño, pero lo que tenía no era mucho y me lo reproché. Y me sentí mal por no tener hambre y por no tener dinero y otra vez pensé en los responsables y sentí la rabia en el cuerpo entero durante todo el camino, que cada vez se hacía más largo y menos soportable. No debí haber salido, me repetía a mí misma mientras el mundo parecía haberse detenido en este horrendo paisaje que llamamos país.
Por fin volví a la que por ahora es mi casa, cerré la puerta detrás de mí con algo de alivio y un poco más de angustia, volví a decirles a quienes me importan todo lo que ya saben, volví a ver las noticias esperando alguna buena, volví a escuchar a Trump diciendo nothing relevante, volví a respirar como respirábamos antes y volví a acurrucarme en el recuerdo de las cosas que no sé si volverán.
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