El primero es atinente a las declaraciones que dio el expresidente de la junta directiva del IGSS respecto de la muerte de los pacientes con insuficiencia renal —escándalo que todos conocemos—. En una infortunada afirmación dijo: «[…] Todos fallecen estén con la empresa que estén. Y eso no lo estoy diciendo yo. Son estadísticas mundiales […]».
El segundo atañe a la conversación que le grabaron a la diputada del partido Líder en la cual se da a conocer el escarnio que hace de los niños desnutridos y que utilizó para sus siniestros propósitos. Ni vale la pena recordar las palabras que utilizó porque más parecen salidas de la garganta de la muerte que de una boca humana.
En el caso de Juan de Dios Rodríguez, es obvio que a ese individuo la vinculación de la ética a los afanes de cotidianeidad le viene guango. O, quién sabe, podría ser que nunca haya recibido un curso de introducción a la ética y menos conocido la ética formal. Porque tratar de justificar lo sucedido con el duro camino de un paciente renal —que no necesariamente tiene que morir a causa de su insuficiencia— es para dejar boquiabierto al más escéptico de los escépticos.
Iguales criterios se aplican a la diputada Arreaga, quien sin escrúpulo alguno se aprovechó y burló de la fragilidad de los infantes, a quienes infamó con un descaro inimaginable.
Ambas personas y situaciones nos llevan a recordar que la mentira dura en tanto la verdad llega y que las supuestas convicciones de los políticos improvisados no son más que un fardo vacío en el mejor de los casos. En el peor están llenos de entresijos ligados a la perfidia y la indignidad.
De los anteriores contextos se desprende que en Guatemala la opacidad está sobrepuesta al entendimiento, la idiotez a la inteligencia y la vulgaridad a la academia. Porque ¿de cuándo acá personajes tan siniestros llegaron, uno, a copar la presidencia de la junta directiva del IGSS; y la otra, a ocupar una curul representando al departamento de Huehuetenango?
Una segura respuesta —entre muchas otras— es la condición que Juan XXIII llamaba «el cansancio de los buenos», estado este en el que la seguridad en sí misma es patrimonio de las personas malas y carencia de la gente buena. Y cito —de nuevo— a Morris West, quien en su obra Desde la cumbre… explicó: «El mal es sereno en su enormidad. El mal es indiferente a la argumentación y a la compasión. No es simplemente la ausencia del bien. Es la ausencia de todo lo humano, el orificio negro en un cosmos desplomado en el cual incluso la faz de Dios es eternamente invisible»[1].
Por ello no se cansaba Juan XXIII de repetir: «Me da miedo el cansancio de los buenos porque, cuando se cansen, habrá muchas cosas que se desmoronarán».
Qué duda cabe. En Guatemala ha habido muchos casos de perversidad. Baste leer lo sucedido durante la guerra interna (desde cualquiera de los bandos en conflicto) para concluir que así ha sido, pero esta nueva arista, la de justificar amaños basándose en las condiciones de pacientes renales y en circunstancias extremas de niñas y niños que padecen desnutrición, no tiene nombre. Todo, absolutamente todo, se nos está desmoronando.
La pregunta ahora es: ¿seguiremos permitiendo el hundimiento que provocan tamañas felonías?; ¿continuaremos criticando sotto voce porque no tenemos el arrojo de enfrentar la perversidad? Creo que no. Ya es tiempo de proscribir la sordina matraca de la muerte y dar paso al concierto de la vida.
Desde nuestra casa, nuestra familia y nuestros entornos podemos contraponernos a la muerte y actuar en pro de la vida.
[1] Morris West (1997). Desde la cumbre. La visión de un cristiano del siglo XX. Buenos Aires: Javier Vergara Editor.
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