La razón de esa continuidad es una: no olvidar el día en que lo mataron. Como efecto, recordar también algunos entornos de la época en que lo conocí, en aquel Cobán de los años 60 y 70 del siglo pasado, ese Cobán tan lejano algunas veces y tan cercano otras.
Entre los contextos a recordar tengo presentes los cambios conciliares, que no gustaron mucho a la sociedad cobanera. En consecuencia, a la misa de 7 de la noche de los días domingos (entre 1968-69 y 1972) asistíamos muy pocas personas. Entre ellas, las alumnas internas de un colegio que se llamaba La Inmaculada, su directora, sor María Pilar Baratech, una que otra monja que las acompañaba, dos o tres familias del pueblo y yo como único monaguillo, lector, turiferario, portador de ciriales y cuanto trabajo hubiese por hacer en orden a la liturgia.
Para entonces, el obispo era don Juan Gerardi Conedera y tenía como único apoyo a un cura tan viejito como sabio: don Joaquín de Zaitegui y Plazaola, un exjesuita a quien, motu proprio, se le ocurrió convertirse en mi mentor de latín y griego. ¡Cuánto se divertía monseñor Gerardi cuando el padre Joaquín me procuraba para darme las clases y yo trataba de escaparme! El latín me gustaba. El griego no. Mas, independiente de ello, el desánimo eclesiástico que se percibía en el área urbana era verdaderamente serio.
Aquel abandono de la feligresía estribaba en el disgusto que provocó la doctrina social de la Iglesia. Bien le habría venido al obispo Gerardi el lema del papa Benedicto XV (1914-1922): «Religio depopulata» (religión devastada). Los fieles de entonces no eran tan fieles y sí muy propensos a llevar una doble vida.
Y así pasó un lustro. Ya para 1972, monseñor Gerardi comenzó a verme no como un monaguillo, sino como un maestro de educación primaria urbana que partiría el año siguiente a la ciudad capital para estudiar medicina. Así, cada domingo, después de la misa que celebraba a las 19:00 horas, nos deteníamos hasta 45 minutos en el atrio de la enorme catedral y dialogábamos con relación a lo que se nos ocurriera en el momento. No pocas veces se nos unía don Antonio Pop, abogado q’eqchi’, y entonces yo callaba. ¡Aprendía tanto de ellos! Dicho sea, en algunas ocasiones aquellas pláticas se convirtieron en una fuerte discusión que invariablemente terminaba con un abrazo.
Este año, el miércoles recién pasado, luego de orar por él durante un momento justo donde meditaba después de celebrar la eucaristía, me detuve también en el lugar del atrio donde platicábamos y traté de discernir acerca de qué habríamos hablado el día de hoy. Indudablemente, yo habría abordado el inacabado intríngulis del hogar seguro, sin perjuicio de argüir acerca del fulano que atropelló a un grupo de estudiantes del instituto Federico Mora y de la pestilencia que se cierne sobre los dos casos. Le habría contado de la doble moral de los diputados (algunos hipócritas santulones) que aprueban un punto resolutivo a favor de los estudiantes atropellados y a la vez se resisten a tratar con seriedad una ley para beneficiar a la juventud. Ni qué decir en relación con la idiotez de argumentar, en el momento menos oportuno, sobre el matrimonio entre homosexuales y el endurecimiento de las penas en contra del aborto.
Sin lugar a dudas, monseñor Gerardi habría reído. Como lo hacíamos cuando veíamos cargar en casi todas las procesiones a un personaje muy conocido de la high life cobanera de entonces. Se trata de Don Pistolón. Así llamábamos al hombre aquel, conspicuo miembro del MLN (Movimiento de Liberación Nacional). Nunca llegamos a descubrir dónde guardaba la pistola cuando cargaba las andas durante el turno de honor.
Así, mis abstracciones consumieron más de los 45 minutos que destinábamos semanalmente para platicar. Me volteé entonces hacia la gran catedral e hice una reverencia en su memoria. Ya en casa me serví un whisky doble, puse el vaso cerca de mi pecho y dije en voz en alta: «Va por usted, monseñor Gerardi». Cuando lo deglutí, me pareció percibir un sabor salado. Se trataba de dos lágrimas que habían mojado el cristal.
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