Una trinchera es una zanja fortificada, un refugio contra el enemigo. Es un espacio aislado en donde sentirse seguro, protegido. Durante la primera guerra mundial, las trincheras representaron la mejor estrategia de defensa contra el fuego enemigo. En la Guatemala de hoy no hay guerra, pero cada quien decidió cavar su propia trinchera. Y en un tiempo en el que hasta las ideas son vistas como enemigos es muy poca la tierra que aún queda.
Por un lado están aquellos que, a título de funcionarios públicos e investidos de una legitimidad ciega e ingenua, lograron hacer del Estado su trinchera, pues en este encontraron el refugio y la protección que necesitaban para saciar su ambición de poder. Paradójicamente buscan protección de aquello mismo que los resguarda. El Estado, si funcionara, sería su peor enemigo.
También están aquellos que, vendiendo la promesa del crecimiento económico, han obligado al Estado a cavarles sus trincheras por varias décadas, las cuales son profundas y están revestidas de la débil institucionalidad guatemalteca. Los enemigos de estos son no solo personas, sino también posibilidades, ya que es en la imposibilidad del acceso universal a servicios de salud, a educación y al desarrollo integral para la mayoría donde ellos encuentran su más grande fortaleza.
Además, están aquellos (quienes, por cierto, son amigos íntimos de los anteriores) que consideran que el progreso y el cambio son sinónimos de enemigo, pues, en lugar de desear un Estado garante de la posibilidad de satisfacción de las necesidades elementales de toda persona, trabajan arduamente para frenar cualquier avance significativo. Son los mismos que buscan frenar las discusiones sobre las reformas al sector justicia evocando absurdos recuerdos de contiendas ideológicas, viejos nacionalismos y falsos sentimientos de patriotismo.
Seguidamente están aquellos que viven atrincherados para resguardarse de los males del Estado. Porque, en un país donde las contradicciones son la norma, que el Estado sea nuestro enemigo resulta incluso algo normal. Muchos de ellos son desafortunados que confiaron en el Estado y a quienes este defraudó. Basta con recordar los recientes acontecimientos en los centros carcelarios y correccionales del Sistema Penitenciario y en el hogar inseguro para comprender esta realidad. Nuestro Estado es y siempre será heredero de un complejo pasado violento. Y parece ser que dicha condición de violencia yace en lo profundo de muchos.
Finalmente están todos los demás, que valientemente reniegan la tradición violenta y prefieren vivir en la superficie por intimidante y aterradora que sea. Y aunque muchos de los anteriores constituyan un desafío para la transformación que Guatemala requiere, el reto radica en dejar de lado la antigua visión de guerra que lleva a creer que un Estado es un campo de batalla. Justo hoy el Congreso ratificó el estado de sitio (otro elemento de nuestra herencia violenta) en los municipios de Ixchiguán y Tajumulco, lugares donde curiosamente se desarrolla un conflicto de trincheras. Un Estado no se reduce a una pugna de amigos o enemigos y seguramente no se lo puede transformar a través de conflictos bélicos y operaciones militares. Tanto las convergencias como las divergencias son necesarias para la democracia, pero ninguna a costa de la otra.
Ignoro la esencia de la naturaleza del hombre y de la mujer, pero sé que todos ansiamos más que nuestra mera supervivencia. Todos queremos más que una eterna vida en las trincheras.
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