COVID19 La crisis (de fondo) es ecológica. Pero podemos abordarla ya en tres niveles
COVID19 La crisis (de fondo) es ecológica. Pero podemos abordarla ya en tres niveles
Juventino Gálvez, ingeniero, sociólogo y uno de los académicos líderes en materia ambiental, reflexiona sobre la doble crisis que vivimos y propone tres líneas de acción inmediata para afrontarlas.
El nuevo orden global: entre el crecimiento desenfrenado y el cuidado de la vida
Quizá con vértigo, como en la atmósfera que se establece cuando se atraviesa un estrecho camino con precipicios a ambos lados, reconocidos pensadores delinean los rasgos del orden que acerca con el desenlace de la pandemia. Algunos toman partido, otros dibujan escenarios con variables bajo tensión.
Alain Touraine señala que el mundo enfrenta la epidemia con una crisis notable de liderazgos globales y un amplio peso de los nacionalismos y populismos. De Estados Unidos, le sorprende su presidente: nunca había visto uno tan raro como Donald Trump, tan poco presidencial, tan fuera de las normas y de su papel. De Europa, destaca que ni los países más poderosos responden. Bertrand Badie agrega que a la Unión Europea se le cayó la máscara y ha sido incapaz de alcanzar un consenso a escala europea para enfrentar la crisis y los dirigentes de todas las potencias sobresalen por su incapacidad para diseñar horizontes. Según Badie, la credibilidad de China se ha visto disminuida pues el virus reveló la fragilidad de sus sistemas sanitario y alimentario.
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Touraine cree que el mundo se irá reconfigurando en torno a las amenazas de más catástrofes y los «cuidadores públicos» serán revalorizados y Badie agrega que la tragedia puede conducir a una trasformación brutal de la visión dominante del mundo y del ambiente natural y opina que se podrán dejar de lado viejos esquemas como el de la concepción militar y guerrera de la seguridad.
Harari cree que el futuro de las relaciones globales y la de los estados con los ciudadanos se curtirá entre, al menos, dos opciones: entre el aislamiento nacionalista y la solidaridad global y entre la vigilancia totalitaria y el empoderamiento ciudadano. Juzga como necesaria la cooperación global para vencer el coronavirus en tanto que se necesita compartir información, capacidades, recursos. También para enfrentar futuras crisis, específicamente el cambio climático. Claro, esta crisis ya no es una amenaza, es una realidad. El historiador hace énfasis en el riesgo de justificar la vigilancia masiva con las amenazas que sucederán a la pandemia del coronavirus y rechaza la dicotomía entre la privacidad y la salud.
Franco Berardi cita a Timothy Snyder cuando dice: «No hay mejor condición para la formación de regímenes totalitarios que las situaciones de emergencia extrema, donde la supervivencia de todos está en juego».
En vez de ello, Harari, revaloriza el papel de la educación científica y de sólidas instituciones independientes como punta de lanza de los esfuerzos que se requerirán para construir o revitalizar la producción científica y los sistemas de servicios que protejan la salud pública. Estas tentativas se enfrentan, según dice, a los reiterados esfuerzos de los últimos lustros por socavar la confianza de la gente en la ciencia, en los medios independientes, en las instituciones públicas y también en la cooperación internacional.
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El filósofo esloveno Slavoj Zizek indica que las tensiones ocurren entre quienes se ponen nerviosos por los mercados y quienes lo hacen por miles de personas vulnerables. Es más decidido con respecto a los desenlaces que avizora y cree que el sistema capitalista global se debilitará. Advirtiendo que no se trata de disfrutar una crisis que sirve a una causa, apela a una sociedad alternativa, más allá del Estado Nación, en la que este se pone al servicio de la defensa de los más débiles, arropados por la solidaridad y la cooperación global, reforzando la confianza en la gente y la ciencia. Además, refuerza su idea frente a la inminente recurrencia de variadas amenazas de orden catastrófico y es contundente al señalar que no aboga por un comunismo de viejo cuño sino, más bien, por una reorganización de la economía global para que deje de estar a merced de los mecanismos de mercado. Critica tanto al Reino Unido como a Estados Unidos por su empeño en mantener control a través de la mentira.
El filósofo coreano Byung-Chul Han, por su lado, cree que la soberanía que exhiben los países en estos momentos no sirve de nada y más bien contrasta con la eficacia que podría tener el intercambio de datos y la cooperación global. Al mismo tiempo, zanja una controversia con Zizek afirmando que el capitalismo continuará con más pujanza porque un virus no es capaz de hacer una revolución.
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Naomi Klein señala que la vuelta a esa normalidad es retornar a una tremenda crisis, porque lo normal es mortal. Es necesario, dice, catalizar una economía basada en la protección de la vida. Y, sentencia, muchos gobiernos deberían caer como consecuencia de la crisis del coronavirus.
Bien, como corolario, creo que la correlación global de fuerzas entre el crecimiento económico desenfrenado y el cuidado de la vida seguirá favoreciendo al primero. Detrás de este enfoque hay demasiado poder y una tradición arraigada. La posibilidad de una correlación distinta dependerá del nivel de erosión que sufran los liderazgos de los países poderosos aferrados a un capitalismo rapaz; de la revalorización de los liderazgos más sensatos, sensibles y conscientes de la necesidad de frenar la trayectoria de inhabitabilidad del planeta; del surgimiento de partidos políticos capaces de neutralizar extremismos depredadores de la vida en todas sus formas; del nivel de empoderamiento y beligerancia de masas de ciudadanos que revalorizan y reivindican el valor de lo público; de la determinación de los medios de comunicación independientes; y de la revalorización de la ciencia.
El mundo será distinto, claro, con los cambios inmediatos e inherentes al impacto que le ha asestado la sorpresiva pandemia del coronavirus.
La economía se deprimirá y habrá mucha gente desempleada; otras con sus empresas rotas, especialmente las que dependen de cadenas globales de mercancías; la pobreza se incrementará en el orden de centenas de millones.
Algunas dinámicas sociales cambiarán radicalmente (teletrabajo y teleeducación), la modalidad previa de muchos servicios se deprimirá (aviación civil, multirestaurantes) y surgirán otras (optimización de medios digitales).
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Pero, en términos de las aspiraciones de recuperación, creo que el mundo recurrirá, como primera opción, a las bases mercantilistas, deshumanizantes y antiecológicas del sistema, y no me queda duda que se aferrará a ellas.
Esta opción se reforzará en paralelo a la velocidad con la cual se ponga a disposición la vacuna contra la enfermedad. Es decir, en la medida en la que se disipa el miedo.
No obstante, la pandemia también ha inoculado a la sociedad las inquietudes sobre posibles esquemas alternativos de bienestar.
Pero las esporas no se dispersarán rápidamente. Como siempre, necesitarán de vientos que soplen fuerte y de sustratos capaces de imaginar y pelear por la transformación del mundo a través de mecanismos que operen tanto en el nivel global como el de los Estados Nación. Mecanismos que privilegien la disposición de recursos (financieros, talentos, infraestructura, información) que maximicen las capacidades de respuesta en favor de la gente común y sus medios de vida para que estos sean viabilizados como sujetos políticos; mecanismos que privilegien el sentido de largo plazo y que estén comprometidos con los derechos humanos universales. En suma, mecanismos que progresivamente destierren las bases del clasismo, del racismo, del machismo y frenen las trayectorias de destrucción del planeta. Las tensiones serán duras.
Y en Guatemala el endémico abandono de la gente
En geopolítica, Guatemala es un subordinado y, como tal, se adecua a marcos que establecen los países hegemónicos. Esta condición, no obstante, alcanzó niveles nuevos durante el calamitoso periodo gubernamental encabezado por el expresidente Morales, quien con soberbia diligencia siguió los deseos de presidente de los Estados Unidos.
Lo cierto es que el distanciamiento de regímenes como el del presidente Trump es una carta que se puede jugar solamente con solvencia, capacidad y un genuino liderazgo arraigado en la población y no en contubernios elitistas. Hoy todo el mundo tiene la posibilidad de ver en pantalla grande, con poco margen para esconder realidades, el despliegue de los liderazgos a los que fueron sometidos los intereses nacionales como el del presidente Trump.
Mientras se signaban acuerdos como el de Tercer País Seguro mediante procedimientos inconstitucionales, los artífices y bogadores de la alianza oficialista antiCicig fortalecieron sus consignas de soberanía, un discurso demagógico cuyo fin era consolidar un esquema de poder con todo tipo de mecanismos criminales para controlar bienes públicos y privilegios. Dice Zizek[1], «la forma más notable de mentir con el ropaje de la verdad es el cinismo: ellos saben muy bien lo que están haciendo, y lo hacen de todos modos.»
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Más allá de que seamos un país subordinado y que las raíces de nuestra crisis estén arraigadas en la profundidad de la historia, la crisis reciente tiene olor chapín: se ha plantado, germinado y abonado aquí y ahora cosechamos los frutos envenenados para la mayoría, aquellos que ni siquiera tienen voz.
En el plano económico, los especialistas han señalado la fragilidad de la economía nacional no solo por su estructura productiva sino también (valga la nomenclatura) por sus relaciones de mercado internacional y por su alta informalidad. También por la marginalidad tecnológica, financiera y de comunicaciones que caracteriza a pequeños y medianos productores agrícolas y silvícolas y, en general, a trabajadores por cuenta propia. También tienen que ver su impacto ambiental (es extractivista y casi no internaliza los costos ambientales), la dependencia del consumo derivado de las remesas y la distribución de los excedentes de producción que favorece desproporcionadamente a los dueños del capital en detrimento del empleo y de las necesidades fiscales del país; entre otros.
En el plano social, no hay que insistir en las crónicas señales de depauperación humana: pobreza (6 de 10 en general y 9 de 10 en pueblos indígenas); desnutrición infantil (uno de cada dos niños menores de 5 años); muertes por desnutrición aguda; años de escolaridad; precariedad de la vivienda; carencia de drenajes (5 de 10 en el país, 7 de 10 en área rural); proporción de población (más del 50%) que sigue utilizando leña ante la imposibilidad (física o financiera) de acceder a los servicios de electricidad; carencia de agua domiciliar en calidad y cantidad suficientes (con un superávit hídrico notable, solamente alrededor del 3% del consumo consuntivo total corresponde al consumo humano, el resto es para el riego de cultivos de exportación y para actividades industriales, principalmente. Respecto al consumo humano, solamente 52% de hogares tienen acceso con manejo seguro); migración masiva… La lista de desgracias es larga. El coronavirus puede mojar a todos, pero para el pobre es lluvia sobre mojado.
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Como agravante, las sistemáticas evaluaciones del Estado y las tendencias ambientales que ha realizado Iarna desde hace 20 años muestran que todos los componentes ambientales se agotan, degradan y contaminan. El precario esfuerzo que mecánicamente se hace desde la institucionalidad pública no tiene casi ningún efecto en esas trayectorias.
Los últimos remanentes de bosques densos se pierden a tasas mayores al 3 % anual; los más caudalosos ríos ofrecen aguas inservibles para el consumo humano u otros usos sociales, sin tratamiento especial y los lagos más importantes tienden aceleradamente a la eutroficación como consecuencia de las cantidades industriales (procedentes de la economía y de los hogares) de desechos sólidos y líquidos que reciben incesantemente. El ciclo hidrológico se ha alterado de tal manera que, en sinergia con una insignificante capacidad de gestión hidráulica, las generosas lluvias no solo fluyen hacia el mar sin nutrir las fuentes de agua, sino que el territorio potencia las catástrofes derivadas del descontrol. Lo que afecta a las vulnerables comunidades marginales, en las ciudades y el campo.
Esta ilustración es breve. Pero la brevedad no impide señalar al vigente orden político-institucional como el origen de tal vulnerabilidad sistémica. Sin duda alguna, este orden resulta inútil a la aspiración del bien común.
No puedo afirmar que somos el país más golpeado, pero sí que somos una de las sociedades que más ha sido abatida por catástrofes que tienen su origen en eventos naturales pero se potencian con la vulnerabilidad sistémica.
La verdadera catástrofe radica, no obstante, en nuestra indiferencia con la gente que la padece. Y en este punto ya no me refiero estrictamente a los impactos del evento natural, sino a los permanentes estados de sufrimiento y angustia en los que vive el grueso de guatemaltecos. Nuestro país es una catástrofe permanente, que no solo se manifiesta en el caótico sistema de salud, sino quizá esencialmente en las carencias que impiden la salud integral: la alimentación, la salubridad y amplitud de los espacios habitacionales, los drenajes, el acceso oportuno a medicinas para los males ordinarios o mayores, el acceso al agua.
Esta realidad no se puede ocultar, pero se ha obviado.
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Quizá aquellos que han convivido muy cómodos con ella empiecen ahora a ver al otro e intenten comprender su desgracia. Lo que hace el coronavirus con la mayoría pobre es golpear su escaso margen de maniobra: el tiempo en un mercado informal (de cosechas agrícolas, de venta de mercancías o de servicios) para ganarse el sustento diario. Su umbral de sobrevivencia está determinado por el éxito en la consecución de la comida, en muchos casos, con un horizonte diario. Y he aquí la explicación de la inacción política de la mayoría de la gente. Este es un lujo que no puede competir con la necesidad de procurar el pan diario. Así, el guatemalteco no es un ciudadano activo, es un sobreviviente.
En la vida ordinaria de Guatemala, la miseria bloquea la posibilidad de volvernos una sociedad verdaderamente democrática, justa, equitativa, ambientalmente sana, porque sustrae la gente de la política.
Este orden, que se sostiene por el ejercicio de una política corrupta reservada a mafias de todo tipo (políticas, empresariales, sindicales o meros peones), ha durado ya demasiado, pero ha sido particularmente explícita durante los dos últimos gobiernos.
Indudablemente, el Congreso de la República se ha reinventado como el centro gravitacional de estos arreglos para malversar lo público. Con voces disidentes aisladas pero valiosas, este cuerpo mantiene su capacidad de cohesión de propósito. En pleno rumbo al auge de la manifestación local de la pandemia, aprueba medidas que dilapidan el presupuesto lejos de la emergencia, y socava, aun mas, las esperanza de sentar las bases de una nación posible, recreada a partir de nuestras propias realidades socio-culturales y ambientales.
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Pero ninguna disposición legislativa es aislada y espontánea. Sin duda, acciones de esta naturaleza (y todas aquellas que minen los bienes públicos a gran escala) no le son ajenas a las autoridades de los Organismos del Estado, ni a las elites económicas, y tampoco a los defensores del orden establecido (organizaciones no gubernamentales, medios de comunicación y sindicatos desvirtuados).
Así, un nuevo orden, fraguado alrededor de la vida, tiene pocas posibilidades de seguir a la pandemia sin una colaboración externa. Pero esta vía, una que recuerde a la Cicig, genera pánico entre las mafias y estas activarán todas las defensas posibles. No hay masa crítica ni espacios permanentes de contrapeso capaces de mover la correlación de fuerzas en favor una economía regenerativa y con un ambiente natural saludable que garanticen la seguridad económica, ambiental, sanitaria y alimentaria, sin discriminación.
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Quizá sea el momento de hacer un compromiso con la transformación a partir de la esperanza, en el sentido político que le dio el filósofo alemán Ernst Bloch en su principio esperanza y, que según Leonardo Boff, quiere decir:
la esperanza no es una virtud entre otras tantas. Es mucho más. Es el motor de todas ellas, es la capacidad de pensar lo nuevo, todavía no ensayado; es la osadía de proyectar utopías que nos hacen caminar y que nunca nos dejan parados en las conquistas alcanzadas, o que cuando nos sentimos derrotados, nos hacen levantarnos para retomar el camino. La esperanza se muestra en el hacer y no puede morir nuca.
Nuestras vidas han estado amenazadas durante mucho tiempo y por eso un cambio radical es necesario. Bertrand Badie cree que el porvenir del planeta está en la tectónica de las sociedades, es decir, en esa capacidad propia de las sociedades para interactuar entre ellas más allá de la voluntad de los gobiernos.
El ambiente natural: las leyes que no fallan
Ya se ha dicho mucho que las condiciones de la crisis han sido creadas globalmente por un modo de producción (capitalista) y una doctrina (neoliberal) depredadores, reproducidos localmente de la manera más perversa e insana modalidad.
Y aunque la crisis pandémica es de orden biológico, en nuestro caso se potencia en un escenario perfecto: una economía disfuncional; una sociedad diezmada y huérfana de servicios; ecosistemas agotados, destruidos y contaminados y una política prostituida.
Aun con estas condiciones, que con sus propios ribetes imperan en el sur del mundo, Franco Berardi insiste en que, por primera vez, la crisis no proviene de la falla de factores financieros y ni siquiera de factores estrictamente económicos, del juego de la oferta y la demanda. La crisis, señala, proviene del cuerpo y afecta la función biológica en su conjunto. El virus ha quebrado, de tajo, la mayoría de “leyes” del artificioso balance económico-institucional del mundo.
En casi cualquier libro de ecología, tanto en antiguos como en recientes, se abordan los principios que rigen las relaciones entre los organismos y el ambiente circundante. En su viejo texto Las plantas y el Ecosistema, Billings esbozó tres de esos principios ecológicos vigentes, relacionados entre sí.
El primero es el de los factores limitantes, aquellos que restringen el crecimiento, la reproducción y por lo tanto la distribución de cualquier organismo por escasez o superabundancia de ese factor en particular.
El segundo es el principio holocenótico, que indica que el ecosistema reacciona como un todo ya que es imposible aislar un factor u organismo único en la naturaleza y controlarlo sin afectar el resto del ecosistema.
El tercero es el de los factores desencadenantes o “factor gatillo” y ocurre cuando se modifica el equilibrio en el que existía un organismo (principio holocenótico), encuentra nuevas condiciones (sin los factores limitantes habituales), iniciándose una reacción en cadena en nuevas condiciones. El ser humano es parte de la naturaleza y la transgresión de los principios de aquella puede traer consecuencias fatales para él.
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Un proceso incontenible y secular de acoso y arrinconamiento de espacios y especies silvestres, según el ingeniero y sociólogo Pedro Costa, así como el maltrato de los ecosistemas y la proximidad y repetición de contactos indebidos con los humanos, como recuerda Sonia Shah, representan el “factor gatillo” que permite a los microorganismos pasar al cuerpo de las personas, donde, se convierten en mortíferos agentes patógenos.
Esta es ni más ni menos, la explicación del origen de la pandemia del coronavirus, fundada en viejos principios que, contra lo que ocurre con los principios económicos, parecen inmutables en el tiempo y también infalibles.
Los sistemas sanitario y alimentario de China han fallado, pero esencialmente la falla de origen radica en la continua trasgresión de los principios ecológicos y los límites planetarios dentro de los cuales la vida es segura.
Estas lógicas valen, obviamente, para las potencias del mundo Occidental, cuyos sistemas de salud también han fracasado.
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Costa también señala el «factor chino» en el sentido de que el régimen político-económico acosa frenéticamente a la naturaleza a través de la voracidad en la extracción de recursos naturales, propios y ajenos; de la producción y consumo desaforados y de un obsesivo proceso de urbanización, que responde a un impulso imitador de los niveles de desarrollo de Occidente, esquema que constituye, según afirma, la principal amenaza para la vida en el planeta, silvestre y humana.
Por el lado de la corriente de los límites planetarios, esos que otorgan seguridad a la vida, las advertencias sobre los hechos son poco halagüeñas. En el fragor de la pandemia del coronavirus, se ha olvidado el cambio del clima y cómo los hechos han rebasado las proyecciones del Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC).
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La expectativa de los expertos es mantener la concentración de CO2 entre 350 y 400 partes por millón (ppm), que es lo que dejaría el aumento medio de la temperatura durante este siglo alrededor de unos 2oC.
Pero además de este límite planetario, la Universidad de Estocolmo identificó hace más de un lustro nueve límites, y señaló para siete de ellos los umbrales que no deberán sobrepasarse si se quiere asegurar la habitabilidad del planeta.
Además de la concentración de CO2, agregó la acidificación de los océanos, la concentración de ozono estratosférico, la fijación de nitrógeno y el vertido anual de fósforo al mar, el consumo de agua dulce, la proporción de tierras cultivadas (uso de la tierra) y la pérdida de diversidad biológica.
Los otros dos, más difíciles de cuantificar, son la carga de aerosoles y la contaminación química. La interdependencia entre estos puede desencadenar problemas en los otros.
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Los investigadores señalan que ya se han rebasado cuatro de esos umbrales (CO2, pérdida de biodiversidad, nitrógeno-fosforo, tierras cultivadas) y que la acidificación de los océanos avanza rápida hacia el umbral. Respecto a la biodiversidad, ya se ha señalado que nos enfrentamos a la sexta extinción masiva de especies vivas, dando por descontado que será la especia humana la que prevalezca.
Los cambios globales han alcanzado tales niveles que los paleontólogos y geólogos proponen un cambio de época geológica: habitaríamos el Antropoceno (siempre de la era Cenozoica y el periodo Cuaternario), dejando atrás el Holoceno, que inició hace 10,000 años.
Esta época habría empezado con la revolución industrial (alrededor del año 1750) y tal cambio se fundamenta en la magnitud de los impactos de la actividad humana, que han superado a las fuerzas de la naturaleza en la modificación de las formaciones geológicas.
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El punto al que deseo llegar es que nos enfrentamos, al menos, a una doble crisis: a los impactos de la pandemia del coronavirus, habrá que añadir la profunda y compleja crisis ambiental de largo alcance que compromete la habitabilidad del planeta para todas las especies.
En nuestro caso, es necesario empezar a regenerar la base natural que nos permita producir continua y democráticamente bienes y servicios ambientales. El sentido común debe imponerse. Debemos reconocer que no se puede despilfarrar la dotación de bienes y servicios naturales que son inherentes a la latitud y a las condiciones climáticas, topográficas y de suelo de este país y que, objetivamente, constituyen el único “activo” al que buena parte de la población nacional puede acceder, aunque cada vez menos. Es elemental: nuestras vidas no van a mejorar liquidando la dotación de bienes y servicios naturales que tenemos.
Acciones inmediatas con mirada de largo alcance
Sin la pretensión de un completo plan de acción, pero con respaldo en la información científica disponible, debemos priorizar lo que resulta elemental. Se precisa entonces que la política pública se vuelque, al menos, en tres niveles inmediatos pero con mirada de largo plazo.
En un primer nivel, el propósito es revitalizar (proteger, restaurar, limpiar) el complejo suelo, vegetación, atmósfera y uno de los ciclos fundamentales para la vida, el del agua.
Desde el año 2013 el Iarna ha definido las metas y los territorios clave para frenar la deforestación y gestionar la biodiversidad tanto fuera como dentro de áreas protegidas; proteger tierras estratégicas para regular el ciclo hidrológico y las prioridades para el despliegue de una política hidráulica que permita mayor captura y distribución del agua para el consumo humano y las actividades productivas; revitalizar las zonas marino-costeras y sus poblaciones de flora y fauna que son claves en las necesidades alimentarias, recreativas y de seguridad; revitalizar las tierras con aptitud netamente agropecuaria con las respectivas prácticas y obras físicas de conservación de suelos, y regular los contaminantes sólidos, líquidos y gaseosos que se descargan en los suelos, los cuerpos de agua y la atmosfera.
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Todas las obras físicas vinculadas a estas acciones (por ejemplo, las obras hidráulicas) generan empleo y pueden ser fundamentales para reactivar de inmediato la economía desde la política pública.
El segundo nivel representa, en términos prácticos y en escala, el escenario ideal para recrear la esencia de la mayoría de los planteamientos del primer nivel (no exclusivamente) y apuntalar la economía interna y la capacidad adquisitiva de los más pobres.
Se trata de los productores de pequeña escala, en cuyo núcleo se encuentra la agricultura familiar. Sabemos que al menos un millón de pequeños productores agrícolas (de quienes dependen al menos cinco millones de personas) está ligado a estos sistemas de producción. Los conocimientos y habilidades de esos productores gravitan alrededor de la agricultura, aunque en una economía rural diversificada. Tienen un rol reconocido en la producción de alimentos y un potencial poco estimulado para la generación de empleo no agrícola. En la medida en que estos sistemas de producción se diversifiquen se vuelven más estables, se optimiza el uso de bienes y servicios naturales, se potencia la venta de excedentes de producción y al ampliarse su demanda de bienes y servicios, se impulsa el empleo no agrícola.
Pero estos productores enfrentan múltiples desventajas y estos sistemas de pequeña escala no se consolidarán espontáneamente. Se deben crear o bien fortalecer las condiciones de posibilidad que los harán viables (generadores de bienestar) y capaces de sostenerse en el tiempo (sostenibles).
Así, en un segundo nivel, la política pública deberá promover, al menos, las siguientes condiciones de posibilidad:
El acceso a recursos financieros en lo rural (quién puede tener éxito sin éstos).
La asistencia técnica para optimizar las cosechas y articular cadenas agroalimentarias como mecanismo para mejorar la viabilidad de la agricultura de pequeña escala.
La investigación adaptativa.
El apoyo a la organización para la obtención de insumos, la producción y la comercialización de excedentes.
La provisión de riego de pequeña y mediana escala y otros aspectos productivos, y
Caminos rurales.
Numerosos estudios econométricos en los que se relaciona la evolución de la actividad agrícola con diversas variables muestran el papel preponderante de los caminos rurales, cercano al de la inversión en investigación técnico-científica. Unidades productivas alejadas en más de 2.5 kilómetros de una carretera transitable son inviables cuando se trata de vender excedentes o adquirir insumos.
El impulso de estas condiciones, diferenciadas en función de territorios particulares, debe ser susceptible de programación para dimensionar las inversiones requeridas y las fases de ejecución. Al igual que en el primer nivel de intervención propuesto, las obras físicas generan empleo, especialmente los caminos rurales, los sistemas de irrigación y obras físicas de conservación de suelos y agua.
En un tercer nivel, se complementará con acciones de política pública en la dimensión social y en la gestión del riesgo. En el primer caso, priorizando servicios de salud y educación. Las escuelas, plenamente reconstruidas y equipadas, deberían convertirse en centros de excelencia para la formación, la nutrición, el deporte y las artes. El acceso a la salud debe universalizarse en el país, con infraestructura, recursos y capacidad de repuesta descentralizadas. En el segundo caso, priorizando la gestión del riesgo de desastres derivados del cambio y la variabilidad del clima. Si vamos a asumir más deuda que sea para tentativas de alto alcance, de largo plazo y capaces de modificar radicalmente la realidad de los que han estado abandonados durante tanto tiempo.
¿Acaso tienen cabida estos abordajes en un sistema caótico como el que he delineado anteriormente? Lo más probable es que no. Un nuevo contrato social es necesario, pero de eso ya otros han hablado.
La sutil y viscosa oportunidad
El presidente Giammattei intenta gestionar un país disfuncional, entra abruptamente a enfrentar la manifestación local de la pandemia, aprendiendo sobre la marcha, con una atmósfera de variados miedos y confusiones. Esta crisis le brinda, sin embargo, la oportunidad perfecta para librarse de ataduras y optar por una nueva forma de gobernar, de utilizar los bienes públicos, de organizar capacidades, de incluir a todos los sectores, de eliminar privilegios, de facilitar el escalamiento de pequeñas y localizadas experiencias alternativas de generación de ingresos y empleos, de proteger aquellas iniciativas generadoras de desarrollo comunitario que sobreviven a las presiones de perversos esquemas mercantilistas y antiecológicos. En fin, de establecer las bases de un país que empieza su dignificación arropando al más golpeado de sus ciudadanos. ¿Aprovechará tal oportunidad?
La crisis también es una oportunidad para el aprendizaje y la acción colectiva. Para valorar y ensanchar las reservas morales que reivindican los clásicos, aunque lejanos valores, de libertad, igualdad y fraternidad, y el cuidado de la casa común. Sabemos que las trasformaciones de gran envergadura se catalizan lentamente, pero la oportunidad para activar el principio esperanza es real. ¿La aprovecharemos?
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